Karla Olascoaga Dávila
Escritora

Vivo en una época que parece un embudo, en la que existen increíbles avances tecnológicos como estandartes del intelecto humano, vivo en la Era de Acuario, en la era femenina, intuitiva, poderosa, intensa. Vivo en una época multitudinaria, en la que las cárceles son pocas para albergar y castigar a tanto culpable y a tan poco inocente, vivo en una época de descomposición social, de superpoblación, de envidias, de hambre, de mucha injusticia. Vivo en una época en que aún es posible lidiar con la inocencia al igual que con la ignorancia. Vivo en una época en la que muchos pagamos por la corrupción y la avaricia de unos pocos angurrientos despreciables.

Hago zapping, repaso y repaso los canales. Me sorprendo con la publicidad. Admiro a mi Patria y me doy cuenta que poco la conozco porque cuando me reencuentro con ella siempre me sorprende, me deja sin aliento. Me hace admirarla, temerle y amarla. Cuando regreso a Lima cambio, crezco, fortalezco mis raíces, reconozco mi origen, me avergüenzo de haberla abandonado, la amo, amo sus rincones miraflorinos tanto como a mi abuela o a mi madre. Respiro sus aromas, sus olorosas sazones, sus calles ahora supertransitadas, sus casonas enormes vendidas al mejor postor o constructora. Adoro el malecón, su alto puente -que ahora ya tiene un gemelo-, su olor a mar, sus calles, el acento apitucado, a mis pocas amigas. Las amigas del alma de la infancia, me encantan sus canales, sus Djs, sus emisoras.

Cuando vuelvo a Lima mi vista crece, veo el sol más cercano, me reconcilio con la vida y no estoy sola. Mi soledad voluntaria es recompensada en cada viaje. Soy más bruja, más vidente, más amada. Amo a Lima, sus entradas y salidas, sus carreras, sus calles anchas, sus enormes edificios, su majestuosidad, sus palacios, sus parques. Adoro El Olivar de San Isidro, la casa que fue mi colegio de primaria, el IMESI, las altas iglesias, las vitrinas de las avenidas Larco y Benavides, sus artistas, al Pochi Marambio, al Miki González, a Bayly, a Pedro Suárez Vértiz, a mi amor platónico Miguel Iza, a Gianmarco, a Bryce Echenique digan lo que digan de él, a Hildebrandt, sus series, su vida.

Adoro Barranco, la vida cultural limeña. Pero odio ver la contaminación, los cerros de basura, la indiferencia, el machismo, el atraso, la ignorancia, admiro la majestuosa Plaza San Martín, Capón con sus Dim Sum y sus gallinitas asadas colgadas del pezcuezo. Me encanta su grass verde oscuro, sus mañanas húmedas y neblinosas, siempre el olor a mar. Pero a veces presiento el desastre, aplaudo sus récords de bondad y condeno sus excesos brutales. Somos como una enorme tribu en donde los más salvajes parecen haber poblado las ciudades, aceptando convivir con los artistas, con los buenos, soportando sus regaños, alternando la vileza y la inocencia en cuerpos de ángeles humanos. En este laberinto nací, resultado de mestizajes y de ancestros de Inga y de Mandinga, como bien dice mi abuelita.

Feliz o providencialmente vivo en esta época de despertares, en que me reconcilio con discursos y reniego de políticos, de religiones, de referentes y autoridades. Bajo lentamente por la calle, mientras pienso otra vez que Lima tiene una historia: ha pasado del sepia a los colores, repintando edificios, dando color y ánimo a sus plazas. Deliciosas cremoladas, dulcito helado de lúcuma, mazamorra morada, Chabuca, Barranco, el Puente de los Suspiros, sensualidad costeña, calor, sol, playas. Lima. Dunas, médanos, playas oscuras, contaminadas algunas. Pero Lima renace siempre de sus cenizas. Y renace con más fuerza, llena de arena de caracoles náufragos y piedra negra. Ella renace.

También vivo el final de una era y el principio de algo que siempre será desconocido en donde la magia regresará a las pupilas de las gentes, de todos, de nosotros, de los de siempre, de los de antes, de los que fuimos al principio y de los que seremos al final.

Corro en las mañanas húmedas miraflorinas, con brisa, garúa y hombres guapos. Me detengo, enfrío los músculos y empiezo el retorno a casa: camino y repaso mi barrio, mis soledades, mi adolescencia, mis recuerdos: este cerrar de capítulos y amores, de desencuentros o errores, de miedos y verdades. Respiro sus playas salobres, me pierdo en la Costa Verde, recuerdo y repaso rápidamente con la vista el Club Terrazas, las mañanas anaranjadas de los eternos veranos, de mi época de minifaldas y modas gitanas, de mi época de hippies verdaderos, mayores que yo, pero los de verdad: esos que me gustaban, pero a veces me intimidaban.

Y me vuelvo a perder en el discurso, en el del tiempo huidizo, perpetrador recobrado. Y de nuevo, ¿cuántos años después? como siempre, vuelvo a bajar por Balta, y sé que dos de mis colegios de la infancia ya no existen, como ya no existe mi pasado, sólo mi presente, sólo el presente de todos, aunque la mayoría se aferre al ayer.

El presente es un instante, el pasado ya no existe. Vivo en una época privilegiada, vivo la mejor época que cualquier ser humano pudo haber vivido: la Era de Acuario, la de la inteligencia artificial, la de las redes sociales, la del consumismo desmedido, la de los egos y multitudes, la era de lo posible y también de lo imposible.

Artículo anteriorJean-Paul Sartre Cartas al Castor 1940 A Simone de Beauvoir
Artículo siguienteLos cuentos vienen en carreta