Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura
-Vieras- me dijo Gedeón, -que acabo de conocer un lugar muy bonito e interesante para ir uno a echarse un par de tragos, platicar sabroso y pasar un rato agradable. ¿No te gustaría conocerlo?
Le pregunté por dónde quedaba y qué clase de establecimiento era. Me respondió que quedaba por ahí por el mercado central, que se trataba de una cafetería pero que a eso del medio día de los sábados se ponía muy alegre, que uno podía tomar cerveza o pedir unos cuantos tragos y pasarla de lo mejor.
-Pues si querés vamos este sábado que viene –le dije. Y se lo dije porque, efectivamente, yo no tenía nada que hacer ese sábado. – ¿Y ni sabés qué? – le propuse- ¿podemos llevar a Papaíto? ¿Vos creés que se sentiría bien estando él ahí?
-Pues claro que sí –me respondió, casi jubiloso.
La cosa era ver si Papaíto iba a estar de acuerdo con acompañarnos. Le propuse entonces que lo fuéramos a ver para proponerle que nos acompañara. Me dijo que estaba bien.
Papaíto ya está bastante sordo, pero luego de hacerle el ofrecimiento casi a gritos, dijo que estaba de acuerdo, por lo que quedamos muy formalmente de pasar por él ese sábado, a eso de las once y media.
-Ya vas a ver que lo vamos a pasar de lo mejor –me dijo Gedeón, lleno de entusiasmo y evidente alegría.
Cuando llegó el sábado nos fuimos a la casa de Papaíto. Lo encontramos arreglado como si se tratara de ir a una fiesta. No dejé de sentirme un tanto incómodo porque yo iba con ropa bastante informal y ya no digamos Gedeón, que iba con unos pantalones remendados, de esos que últimamente están de moda, y una playera negra con una calavera dibujada en el pecho. La verdad es que conformábamos un trío bastante extraño, pero tratándose de un día sábado y viendo cómo han cambiado últimamente los usos y costumbres, no le puse mucha atención al asunto y nos fuimos hacia el lugar que, según Gedeón, era la cosa más agradable del mundo.
Cuando llegamos no dejé de sentirme un tanto incómodo, ya que efectivamente se trataba de una cafetería, pero con más tendencia a cantina. El piso lucía sucio, había moscas por todos lados y una muchachita como de unos cuatro años andaba por ahí toda chorreada y mocosa. Y solo fue que se apareciera Gedeón para que muchos de los comensales e incluso la dueña del negocio lo saludaran muy afectuosamente. Él repartió sonrisas y abrazos a diestra y siniestra y luego nos acomodamos como pudimos en una mesa, que era la única que estaba desocupada. La mesa, al igual que todas las demás, era de plástico, cortesía de alguna marca de cerveza, y las sillas también eran de plástico. Comencé a sentirme apenado por Papaíto, pero como al pobre también ya le falla un poco la vista, como que no advirtió la exagerada falta de elegancia, sino más bien se sentó, muy apacible él. Luego de que nos hubimos instalado, Gedeón se levantó y al poco rato venía con tres octavos de licor y varias gaseosas. La música sonaba fuerte y por momentos no permitía ningún tipo de plática, por lo que le sugerí que les dijera a los dueños que le bajaran un poco el volumen, pero me respondió que ahí así era la cosa y que además era sólo de acostumbrarse y al poco rato ya ni le haríamos caso a nada.
De forma muy ceremoniosa abrió el primer octavo y lo repartió entre tres vasos; acto seguido colocó dentro de los vasos algunos hielos y agregó la soda.
-Sírvanse –nos dijo, mientras nos echaba una sonrisa de pura satisfacción y felicidad.
La cosa es que yo no me sentía cómodo. En primer lugar, no me gustaba el ambiente, no podía soportar las risotadas de los vecinos de una de las mesas; además, la estridencia de la música me molestaba, por lo que pensé que lo mejor sería tomarnos los tragos, pagar el consumo e irnos para nuestras casas.
– ¿Qué te parece? –me preguntó, lleno de inocente alegría. Le respondí que bien, que me parecía que todo estaba bien. Y se lo tuve que decir a gritos porque de otra forma no me había podido escuchar. Y en esas estábamos cuando los vecinos de la mesa comenzaron a discutir sobre algún asunto del campeonato de fútbol. Poco a poco las palabras fueron subiendo de tono, al extremo de que la dueña del negocio se apareció para ver qué era lo que estaba ocurriendo. Le explicaron que no estaba pasando nada, que sólo estaban discutiendo sobre cosas de fútbol. La buena señora, quien me imagino que en aras de que la cosa no fuera a violentarse, le fue a aumentar al volumen a la música, por lo que, si antes era casi imposible llevar una conversación, ahora fue absolutamente imposible. Y sin embargo los señores de la discusión continuaron con sus gritos, hasta que uno de ellos sacó una pistola y amenazó al otro con aventarle un par de balazos. Cuando Gedeón miró la pistola se asustó mucho y sin decir nada se levantó y se fue corriendo. Yo, en el ánimo de que no nos dejara solos ahí con Papaíto, salí a la calle para ver si lo encontraba. Y efectivamente, ahí estaba, pero se le notaba totalmente aterrorizado.
-Mirá –me dijo-, yo digo que mejor nos vamos porque aquí se me hace que va a haber problemas.
Y diciéndome eso estaba cuando se oyeron dos balazos. Consideré que la cosa en verdad se había puesto difícil, por lo que decidí entrar por Papaíto. Y tal cosa hice, pero los comensales salieron en estampida y uno de ellos me dio un empujón tan fuerte que me hizo caer de espaldas. Como pude me levanté y de nuevo intenté ingresar, pero tuve que esperar a que terminaran de salir todos los parroquianos. Cuando logré entrar, me encontré con el verdadero caos. La dueña gritaba, el de la pistola amenazaba con matar a todos, la niñita lloraba, probablemente lastimada por alguien cuando todos salieron corriendo.
-Y a usted también le voy a meter un su par de plomazos –me gritó el hombre.
Le tuve que explicar que yo no estaba discutiendo nada, que mi preocupación era sacar a Papaíto de ahí inmediatamente. Acto seguido fui hacia donde él estaba. Para mi sorpresa se hallaba muy calmado, como si allí no estuviera pasando nada. Lo tomé del brazo y le dije que ya nos íbamos.
– ¿Tan pronto? –me preguntó. Le dije que sí, que ya iban a cerrar el local y que podríamos regresar mañana, pero no quiso escucharme sino más bien se puso a tomarse su trago. Salí a la calle para que Gedeón me ayudara a sacarlo de ahí, pero ya no estaba, por lo que regresé y lo tuve que sacar casi a rastras. Es que de pronto se escuchó una sirena que yo supuse era de alguna radiopatrulla. En el forcejeo Papaíto dejó tirado su sombrero. Pensé en regresar por él, pero justo en ese momento llegaron los policías, cosa que lo asustó mucho. Tuvimos que salir corriendo. Como por ahí cerca queda la Catedral, hacia ahí me llevé a Papaíto, a darle gracias a Dios de que no nos hubiera pasado nada.
Todo por llevarme de las ideas del idiota del Gedeón.