Karla Olascoaga Dávila
Escritora
Bajas del carro como cada día, dispuesto a enfrentar de todo, incluidas las tormentas y negociaciones. Te beso y me subo al asiento del conductor. Cierro la puerta y te veo entrar por esa puerta similar a la mía de cada inevitable día: rutina de asalariados. Arreglo todo a mi medida porque soy pequeña (aunque me crea grande) porque cuando bajas, dejas todo como para ti. Te amo. Siempre te he amado y te amaré hasta el final de mis días, porque después de eso, ya nada existirá que pueda hacerme recordarte.
Abro las ventanas para respirar la humedad de la casi madrugada chapina: hermosa, húmeda, fría, boscosa, verde, y eso me provoca respirar profundo y manejar feliz. Siempre lo soy cuando voy conduciendo con mi soundtrack personal, el de hoy es un podcast de una aplicación de celular (o aplicativo, diría mi hermano) que se llama Soundcloud. La mezcla que oigo hoy se llama Home y el dj, Eelke Klejin: una verdadera pieza magistral para viajes internos y profundos. Llevo años coleccionando soundtracks porque son mis pastillas auditivas de la felicidad. Tengo casi uno para cada circunstancia o estado de ánimo.
Hago escasas maniobras porque la vía es recta y veo las calles solitarias de esta residencial citadina de cada día, donde desde un punto específico y alto, puedo ver al dueño de la ciudad: un volcán perfecto, voluble, gris azulado, poderoso y arrogante, con toda razón.
Una sola bocanada de madrugada es suficiente para abrir mi alma vulnerable, bondadosa, relajada. Tengo frío desde temprano, pero es un frío más interno que otra cosa. Me incorporo al bulevar con nombre de escritor insigne y veo por el retrovisor: lejos, todos están lejos. Calculo que puedo atravesar velozmente dos carriles, sin darme cuenta que mis pies ya han pisado el acelerador y casi vuelo. Sí, vuelo en mi último viaje hacia la oficina, como siempre –vuelo– y reacciono impulsada por este ser que tanto me ha dado en la vida… mi propio ser: mi esencia. Y hoy, no importa cuánto de bueno o de mí haya dejado en este camino de seis años, en este espacio, mi hábitat universitario, mi sueño de niña. Las cosas cambian y yo soy la primera en decirlo y defenderlo. Esta vida hermosa de cada día, esas madrugadas frías corriendo vueltas y vueltas en la cancha de fut para espantar demonios propios (y también ajenos), esos días rodeados de artistas, bailarines jóvenes, hermosos de alma, creadores, esas mañanas discutiendo acaloradamente con mi viejo y argentino profesor de la vida… los afectos, la burbuja, el trabajo, las resistencias pasivo agresivas, el trabajo… todo eso pasa por frente a mí mientras cambio nuevamente de carril a igual velocidad que la de los dos carriles anteriores.
Bajo por el bulevar y cada pared cotidiana de piedra me mira indiferente, como todos los días, cada cono naranja de carril reversible está en su lugar de siempre, pero hoy casi no hay carros. Paso casi de largo sin dejar de acelerar aunque la vocecita de mi conciencia me haya dicho segundos atrás que no corra.
Me enfilo hacia el carril derecho y tomo el otro bulevar que me lleva al parqueo profundo, ese que me obliga a ejercitar cada día y me llena de dopaminas. Nunca las dopaminas actúan igual sin soundtrack. Mi oficina queda como a 14 minutos a pie.
Entro al parqueo profundo y me avisan que hoy podemos colocarnos en las primeras filas. Doy las gracias, paso la cartera donde tengo el carné y de inmediato se levanta la barrera de la entrada a mi hermoso paraíso o infierno de ideas. Busco un lugar nuevo, me meto por otras rutas y vías, total si no es así, no los conoceré más, porque hoy es mi último día aquí.
Encuentro un lugar complicado para estacionar pero decido probar. Calculo las distancias y entro de retroceso en dos maniobras. Me parqueo con un musicón que ni yo misma me lo creo. Apago el motor y bajo el protector del winshield para verme en el espejo: estoy bien como siempre, plácida, contenta, el amor, tu amor siempre me hace bien, me pone radiante, tu calor, tu olor, tus pocas sonrisas, tus ideas locas tipo Tito Monterroso me encantan, tus pequitas en la espalda y en los hombros, tus ojos hermosos, claros, transparentes, por eso no importa qué color traiga este día: mi último día aquí. Nadie me lo ha dicho pero yo lo sé. Lo sé como sé muchas cosas que a veces me permiten establecer una cierta lejanía emocional, una cierta displicencia que me hace disfrutar de reflexiones previas con objetividad. La verdad, es que no me voy en deuda: nada debo ni me deben.
Empiezo a colectar una a unas mis cosas para bajar del carro y empezar la caminata: saco el celular del clip, busco a tientas la lonchera fucsia, bebo el último trago de té inglés con leche Carnation y azúcar. Fueron seis años increíbles en los que descubrí y aprendí mi verdadera vocación: la administración.
Me arreglo el pelo, me delineo los ojos y me echo mucho rímel. Estoy bien. Me coloco los audífonos sin cable (lo máximo, por cierto y más si Siri te ayuda), jalo lonchera cartera llaves celular y bajo con el soundtrack bien alto a lanzarme al vacío nuevamente, como siempre. Camino, subo gradas, saludo, continúo. Tomo la senda poco común y ya en la bifurcación y con menos aire en los pulmones, veo al árbol, el alto y fuerte lleno de pieles delicadas como velos. Lo veo grande y se me antoja acercarme a él. Pero unos metros antes se me atraviesa la sombra de un árbol jovencito que parece llamarme. Me acerco, lo saludo, le pido permiso para tocarlo y siento su corteza gruesa. Lo siento feliz, cierro los ojos y miles de objetos como flechas sin punta aparecen en mi horizonte visual, son color plomo acero. Me sorprendo y abro bruscamente los ojos. Viejo soldado, pienso: -Estás en el árbol, preso de tu regreso a esta tierra, ¿verdad?-. Corteza, fuerza, metal. Me conmueve su fuerza y su pequeñez. Me despido de él y lo suelto. Veo de reojo al árbol mayor y me acerco. Sólo lo saludo, no lo toco.
Y continúo mi marcha por el sendero hermoso y verde de cada día, siempre oyendo la música que me hace feliz. Hay poca gente, la misma gente madrugadora de cada día, como yo. Pasan los catorce minutos y estoy de pie frente a la puerta de entrada, saco la llave y entro. Enciendo una primera luz, una segunda. Abro mi puerta y entro con la mayor calma que me produce una separación en paz. Si no hay deudas, solo aprendizajes, el adiós no es doloroso. Veo una a una cada pared de mi recinto cotidiano de seis años y sonrío en una retahíla de selfies que me recordarán lo feliz que fui aquí, todo lo aprendido, las amistades cultivadas, las carcajadas de felicidad o de complicidad luego de algún logro: todo quedará en mi memoria para provocarme una sonrisa plena de satisfacción. Hoy, es mi último día aquí. Lo sé.