Octava parte
Quiroa irreverente (I)
Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor
Con mi petitorio de disculpas por haberme tardado tanto en traerles la entrega número ocho de esta serie de artículos sobre Quiroa, quiero decir en mi descargo que el atraso no se debió a mi desidia sino a las circunstancias: convidrios, agasajos, posadas, repasos navideños, de año nuevo y conclusión de la vuelta Guadalupe-Reyes. Así que, como dijo Ortega y Gasset, saliéndoles un poco al margen a los chiquimultecos que juran con la vista al cielo que «cada uno es cada uno»; él la hizo más compleja diciendo que «yo soy yo y mis circunstancias». Así, pues, sin más casaca, sigo con el discurso:
Una de las características esenciales en la vida de Marco Augusto Quiroa, a partir de su juventud, fue su marcada irreverencia contra casi todo lo establecido. Como se dice popularmente, siempre se salió del guacal. Él mismo decía tener un «… modito vacilador, iconoclasta e irreverente.»1 Su agudo ingenio lo ayudó a romper estándares, hábitos, protocolos y costumbres. A todo asunto convencional le buscaba la subversión, cauce distinto, meandro, atajo, extravío o rotura de regla. Así como era el sapo era la pedrada. Si se relacionaba con personaje o asunto popular, sus salidas no pasaban de una leve broma. No obstante, cuando se trataba de responder a una cuestión más seria o enredada, sus actuaciones a veces llegaban a constituir verdaderas declaratorias de guerras. Su espíritu siempre fue subversor y chingón.
Por ejemplo, en su casa de Mazatenango, su madre, doña Maclovia, se enteró en 1959, que él ya estaba casado porque al prepararse para lavarle su camisa, sacó lo que tenía en la bolsa y vio que era la cédula de vecindad. Por esas nostalgias de madre por sus hijos, abrió el documento y comenzó a leer página por página. Al llegar a las Modificaciones se enteró con asombro que su hijo se había casado con Miriam Fernández Gradis el año anterior. Menuda sorpresa se llevó. En ese momento comenzó a colegir que la feria del carnaval pasado había sido el comienzo de las escapadas de Maco para verse con ella y establecerse en matricidio, con la variante que cada uno permanecería viviendo en su casa.
Cuando estuvo casado y ya instalado en la ciudad de Guatemala y con sus hijas en pleno crecimiento, hubo una situación que quiero traer al recuerdo porque retrata muy bien ese espíritu irreverente que lo caracterizó. Sucedió una vez que Maco estaba en su casa; su esposa Miriam recibió la visita de una persona, de quien no voy a mencionar su nombre, y a quien su propio esposo apodaba La Vaca. Ustedes podrán imaginar el talante de la mencionada señora. Esta respetable doña siempre llegaba a casa de Maco a platicar con su esposa Miriam. Y en cada conversación Maco era tema de críticas por su estilo desenfadado, bohemia y el tiempo que consumía leyendo. Pues en una ocasión no se percató que Maco estaba en casa y comenzó a hablar pestes sobre él. Maco, en el cuarto vecino, escuchó atentamente todo el veneno que derramaba sobre su persona. Después de un lapso, sin decir agua va, decidió poner fin a esa shutencia de La Vaca para siempre. Se desvistió completamente y con su desnudez rampante decidió entrar en la sala. Doña Vaca, al verlo disfrazado de Adán lanzó un gritillo de esos que emiten las ratas cuando son cazadas por los gatos; se cubrió los ojos y, levantada por la catapulta de la vergüenza, decidió salir de esa casa y no volver jamás. Maco regresó a vestirse y a seguir leyendo con placer.
En 1970, en una oportunidad en la que fueron a echarse el colazo a México los integrantes del grupo Vértebra de ese momento (Luis Ortiz, Elmar Rojas, Roberto Cabrera y Marco Augusto Quiroa), le aterrizaron a Luis Cardoza y Aragón; ya en ese momento Cardoza era santón de la literatura guatemalteca. Quiroa cuenta cómo su irreverencia le valió el aprecio cardociano; a pesar de que Luis Ortiz, Elmar Rojas y Roberto Cabrera lo conminaron para que no fuera a hacer clavo con Cardoza, Maco se les salió del molde:
«Me hicieron jurar por los caites de Miliano Zapata, el bigote de Pancho Villa, los pinceles de Orozco y la Calavera Catrina que no perpetraría malacrianzas y bromas pasadas de tueste, ni sopearía la champurrada en el chocolate. Sabiendo de mi expulsión del jardín del Edén sin hoja de parra pero con manzana mordisqueada y serpiente en canasto de merolico, mi distanciamiento del Colochón y mis tratos clandestinos con el Cachudo, no recurrieron a los buenos oficios de la santísima Virgen de Guadalupe, madre de México y todos los mexicanos incluidos los ateos para meterme al corral del orden. Me cincelaron en la mollera: Don Luis es persona seria y respetable, nada de chanzas ni confiancitas. Hasta de vaca sagrada lo calificaron.
»Cuando llegamos, de intención quedé al último. El mismísimo Cardoza abrió la puerta. Al chilazo dibujé retrato hablado: Cabeza y perfil de pájaro picudo, camisa cerrada hasta el primer botón, pantalón guango apaletonado y pantuflas de trapo a cuadros escoceses. Le solté el bodocazo confianzudo.
»—Qué tal don Güicho!
»Lo agarré fuera de base y tardó en reaccionar. Nunca, nadie, ni sus peores amigos y mejores enemigos osaron semejante tratamiento. Me midió de pies a cabeza y a la visconversa. Le leí el pensamiento mirándolo a los ojos, vivos e inquisitivos como cabecitas de cantil tamagás. Con la pata metida hasta la rodilla, la pantorrilla y el peroné, recordé las maneras conservadoras y solapadas de la pequeña burguesía antigüeña, los chistes de chuneros de barrio, el debido respeto a los mayores y un etcétera que pasó bajo el arco de Santa Catarina acompañando a la procesión del Tata Chus de la Merced. Al fin se le aguadó el gesto, esbozó una leve sonrisa como diciendo no me haga reír que tengo el labio partido y me extendió la mano. Ligamos interminable charla, sentados bajo el retrato pintado por Orozco. Le hablé de tamalitos de loroco, fresco de súchiles en amancebamiento con cusha, rosario de tusa con olor a feria y la maravillosa experiencia tantito exagerada de mis quince viajes a un Tikal ajeno a sus vivencias. Allí nos hicimos chaneques, o ya sea amigos platicadores.»2
Su irreverencia por todo lo convencional se mezclaba muy bien con su espíritu jodón. Tales características subían de tono cuando se encontraba con sus aleros y todo lo volvían festivo. Siempre por los lejanos años setenta, si la memoria no me traiciona, con uno de sus cuñados, con Edgardo Carrillo, que también era tremendamente festivo y extraordinario conversador, decidieron armar un viaje de placer al Puerto de San José. El equipaje lo constituían las calzonetas y una tienda de campaña. Eran los años de la más absoluta jodarria de estos personajes. Cuando llegaron a Escuintla, aprovecharon la parada que hizo la camioneta para que subieran más pasajeros y ellos bajaron al mercado para comprar dos tecomates. Enseguida, se dirigieron a una tienda donde se expendía licor y llenaron los enormes recipientes con el vital líquido. Al subir nuevamente al bus, se encontraron con que en el sillón ubicado a la par del que ocupaban, se habían instalado dos señoritas que eran colegas en el oficio de la más vieja profesión. Como estaban de buen ver y con vestiduras económicas, rápido entablaron conversación con ellas y también compartieron el sacrosanto guarito. Ellas aceptaron gustosas y comenzaron a bromear de la manera más espontánea. Ellos no dejaron pasar la oportunidad para, de manera furtiva, comenzar a acariciar ciertas partes protuberantes de las chavas. Los demás pasajeros volvieron sus ojos hacia ese jocoso grupo. Luego, de ser observadores, se convirtieron en participantes en el jolgorio. Los tecomates viajaban, de los primeros asientos hasta los últimos, asperjando los espíritus de alegría y destensando el ambiente. Nuevas botellas con licor, que sacaron otros pasajeros, completaron la tarea de los tecomates. Total, la alegría cundió. Con los ánimos encendidos, y al ritmo de la música que emitía el chillón de la camioneta, se formaron algunas parejas que bailaron dentro del bus a la mejor manera que el movimiento y los asientos lo permitieron.
Al llegar al puerto, muchos de los pasajeros, incluyendo al chofer, iban en completo estado de ebriedad… pero felices. A todo eso, las chicas se habían convertido en amigazas de Maco, Edgardo y el cuñado de Maco. Las muchachas decidieron acompañarlos a la playa en donde instalaron la carpa cuyo objetivo principal no era el de cobijarlos en la noche sino otro totalmente diverso. Ellos tenían una técnica que consistía en que cuando alguien del grupo se embriagaba y el sol estaba en su estancia más inclemente, se introducía dentro de la carpa. La cerraba casi herméticamente y con el calor casi sofocante, dormía la mona durante aproximadamente media hora. Ese tiempo era el calculado para que pasara la borrachera y se adquirieran nuevos ánimos para seguir en la beba y la jodarria. Y así se la pasaron el primer día que fue de tanta juerga que ni las chicas, ejercitadas para aguantar bolos, fueron capaces de tener la paciencia para soportarlos. De esa cuenta, prácticamente, les salieron huyendo. Al cabo de tres días de estar en el puerto, se les acabó el dinero y el guaro; como consecuencia de tales carencias, les entró la desesperación de la resaca; además, se percataron que mientras se bañaban en la orilla del mar, los amigos de lo ajeno habían cargado con la tienda de campaña. Entonces, como chuchos apaleados, decidieron salir a la carretera y pedir jalón porque ni dinero para el pasaje les quedó. Un camión los trajo de vuelta a la capital. Aprovecharon el viaje para dormir de la manera más profunda. Al llegar a la ciudad de Guatemala oyeron la voz del chofer que les decía: «ya llegamos, jóvenes». Entonces, bajaron amodorrados y como pudieron dieron las gracias por el viaje. Ya con los pies en la tierra se percataron del aspecto que tenían; luego de unos segundos, Maco les espetó:
—¿Nos echamos un traguito, muchá?
—Pero ¿de dónde telas si no hay arañas?
—Ustedes no se me achicopalen; recuerden que siempre existe el recurso del sacrosanto fiado.
Y dicho eso se enfilaron a un lugar donde Maco tenía crédito y allí permanecieron muchas horas hasta que la noche les sirvió de recurso mnemotécnico para acordarse de que tenían casa.
El irreverente desenfado de Maco se mostraba en casi todos los ámbitos donde se encontraba. Como siempre fue impenitente cantineador, hay una anécdota que ilustra bien cómo aprovechaba cualquier ocasión para «tirar el anzuelo» con insolencia o de manera velada. Lo que voy a contar sucedió en una oficina del edificio del Inguat. Allí se diseñó parte de la campaña electoral de Vinicio Cerezo. Maco era el creativo; su sobrino Jorge, el auxiliar. En ese lugar trabajaba un buen número de mujeres de buen ver y Maco y Jorgito no fueron indiferentes a esa situación. En la puerta, para atraer la atención, Maco y Jorge colocaron un rótulo que decía: «Los osos». Claudia Arenas, quien fue una importante aliada de Cerezo, era la que supervisaba el trabajo y suministraba los insumos que Maco requería para su labor. Pues en una ocasión, Claudia Arenas, picada por la curiosidad, le preguntó:
—Maestro, ¿por qué pusieron ese rótulo en la puerta?
—Ay, Claudita, figúrese que no se le puedo decir.
—¿Por qué no?
—Porque me da vergüenza.
—No tenga pena, dígame; no voy a decir nada.
—Que conste, pues. Pusimos «Los osos» porque, el Osito (Jorgito) y yo, pisamos3 parejo.
Claudia Arenas, al entender el doble sentido, sólo exclamó «¡Ay, maestro!», se le entomataron los cachetes, dio la vuelta y, con su falda intentando alzar vuelo, se fue reprimiendo la risa.
En esa misma campaña, a Quiroa se le ocurrió hacer un boletín, al mejor estilo huelguero y, en el texto, dio rienda suelta a la admiración que sentía por las piernas y la belleza, de ese entonces, de Claudia Arenas. Cuando ella, antes de publicar el boletín, puso reparos por esos solapados e insolentes piropos, Maco le respondió.
—Claudita, puse eso para que la gente crea que, efectivamente, lo hicieron los muchachos huelgueros y no nosotros.
El boletín salió impreso en verde, color simbólico del partido Democracia Cristiana de ese entonces. Yo lo leí y estaba re simpático. Allí mostró la mejor vena para hacer ese tipo de documentos: con gracia, humor, ingenio y amenidad.
Cuando Quiroa se echaba los capirulazos su irreverencia se multiplicaba. Una muestra de eso fue la anécdota que nos sucedió en tiempos de la más tozuda bohemia y que les contaré en la siguiente entrega, si me siguen dando posada en este Suplemento Cultural.
1 Quiroa, Marco Augusto, Don Güicho, en elPeriódico, 17 de junio de 2001.
2 Quiroa, Marco Augusto, Don Güicho, en elPeriódico, 17 de junio de 2001.
3 Pisar: en doble sentido, fornicar.