Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura
Papaíto ha llegado ya a una edad en que todo puede pasar. De pronto aparece enfermo de algo y lo tenemos que llevar al doctor de aquí a la vuelta. El doctor lo revisa, le mira los ojos, las orejas, la lengua, le toma la presión y le manda sus medicamentos. La verdad es que goza de muy buena salud. Lo peor que le ha pasado es una mala gripe; pero la vez que resultó con diarrea perniciosa creímos que se nos iba. Es que de un día para otro se nos vino al suelo. Tuvimos que hospitalizarlo y a puro suero tomado e inyectado nos lo regresaron. La escandalosa de Adela hasta mandó a hacer, a las carreras, un vestido negro que de todos modos nunca usó y ahora ya ni siquiera le queda bien.
A Papaíto a veces le entra la nostalgia y se pone pensativo. Otras veces está contento y se pone a escuchar sus óperas. A mí, en lo personal, me gusta más que esté triste porque luego de una tarde de óperas termino con los nervios hechos una miseria. Literal.
-Esa sí es verdadera música, oí Chato, no como las chabacanadas esas que oye la gente ahora –dice, lleno de convicción.
En cierta ocasión en que yo estaba haciendo alguna cosa en la mesa del comedor llegó a buscarme.
-Ve chato –me dijo-, cuando tengás un tiempecito quiero platicar con vos, pero eso sí, muy en privado y muy en confianza.
Yo le dije que por mí no había ningún problema, que podíamos platicar de lo que él quisiera en el momento en que él lo considerara conveniente y en el lugar que también lo considerara conveniente.
-Puede ser aquí mismo –me indicó-, pero un poco más tarde.
Tal cosa suponía que de verdad tendría que ser ya llegando la media noche. Es que en nuestra familia existe la mala costumbre de que todo el mundo se acuesta tarde, menos Papaíto, que parece pollo; a las ocho de la noche, y luego de rezar su rosario y hacer sus oraciones, ya está acostado. Y así se lo hice ver; pero me indicó que no había problema, que con un día que no se acostara temprano no iba a haber ninguna diferencia. Y ante la extrañeza de todos se sentó en una silla y se puso a leer el periódico. Adela, siempre alharaca y escandalosa, se puso a preguntarle si se sentía mal o si deseaba hacer algo.
-Dejame, ¿querés?, yo sé lo que hago.
La verdad es que yo no acostumbro acostarme muy temprano; o por decirlo mejor, por ahí por las 11 ya voy buscando mi cama, pero esa vez tuve que esperar a que pasara el tiempo. Es curioso eso del tiempo, que cuando uno quiere que se pase rápido se pasa despacio y al revés, cuando uno quiere que se pase despacio se pasa rápido. Lo peor fue que Adela dispuso quedarse ahí, como esperando a ver en qué paraba la cosa. A eso de la una de la mañana volvió a preguntarle si se sentía bien, y él de nuevo le respondió que sí y que lo dejara en paz.
-Bueno –dijo ella-, entonces me voy a ir a acostar –y no sin cierta indecisión dio las buenas noches y se fue.
Cuando por fin nos quedamos solos Papaíto se me quedó mirando, se sonrió como con malicia y me dijo que lo esperara un momento, ya que iría a traer algo muy especial que tenía para mí. Y efectivamente, al cabo de unos cinco minutos estaba de regreso con un paquete de papel como de envolver, amarrado con unas cuerdas. Lentamente fue desatando los nudos hasta que quedaron a la vista tres revistas Playboy que según pude ver, eran de por ahí por los años 50, con fotografías en blanco y negro.
-Mirá chato –me dijo muy ceremoniosamente-, estas revistas me han acompañado durante muchos años. Siempre las he mantenido bien escondidas porque como podrás ver, traen fotografías muy comprometedoras, de mujeres medio desvestidas. Me sirvieron mucho cuando tenía algún mi encuentro amoroso por ahí, vos sabés, para calentar motores, ¿verdad? Y ahora quiero dejártelas a vos para que te sirvan, mirá, mirá nada más qué belleza –me iba diciendo mientras me mostraba las fotografías de algunas muchachas en bikini, exhibiendo sonrisas medio cándidas y medio picarescas. Guárdalas bien porque estoy seguro de que, así como a mí me fueron de mucha utilidad, algún día te van a servir.
Medio asustado, medio divertido y medio muerto de sueño le di las gracias y nos fuimos a acostar; pero eso sí, puse sus revistas junto a otras que tengo guardadas por ahí, en donde aparecen mujeres enseñándose como Dios las trajo al mundo, y también enseñando todas sus cosas muy despreocupadamente; revistas que, si Papaíto las llega a ver, se nos va. Digo yo, pues.