Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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No sé si ya venía yo con una exagerada sensibilidad –molusco desnudo en medio del ardor de la sal– o si fue efecto de mis choques infantiles con el mundo, inhóspito por las acciones de mis padres, que debieron ser más consecuentes con la hiperestesia de algunos de sus hijos. La diversidad se manifiesta dentro de la misma camada familiar, ostensiblemente.

Como soy contradictorio y de tarde en tarde con excéntricos zigzags, a veces me decanto por la primera tesis: “así venía yo”. Y estaría, entonces, de acuerdo con Kant, en el sentido de su teoría del a priori. O con Platón: en la mente traemos ya las informaciones más importantes o trascendentes y lo único que el cerebro hace es recordar. Porque básicamente llegamos con conocimientos a priori fabricados en el mundo de las Ideas. Platón creía que los humanos tenemos un alma eterna: sin principio y sin fin. El cristianismo cree que es inmortal porque vive después de la muerte.

A veces creo que, lo que he contado en el último párrafo, son charadas o pajas. Y, con Freud, abordo otra forma de decantación: somos efecto del medio y no de la herencia o de la genética, se dice hoy. Un paso más positivista. Porque Freud creía que mis trabes y mi casi imposibilidad de adaptación (neurótica o medio esquizoide) fue conformada por los ya viejos traumas infantiles ¡y vaya si los tuve!, en un hogar –como se dice ahora– supremamente disfuncional.

Y empecemos a aterrizar: recuerdo (gracias al psicoanálisis al que estuve sometido) que, cuando tenía unos tres o cuatro años, mi madre –que ya no me soportaba en la casa porque estuve a punto de quemarla un par de veces– me llevó a un kínder (como se decía en San Salvador donde estábamos exiliados) para ver si me ponían en cintura. Cuartel infantil donde sufrí mi primer trauma de separación de mi concha, de mi refugio protegido. Aunque creo que el primero/primero, debió ser –según Otto Rank– el del nacimiento: el de la espantosa angustia de nacer, que es la separación más brutal que tenemos cuando nos arrancan bruscamente del útero maternal donde tan a gusto estábamos. Al menos yo, a quien no agrada mucho meterse con la gente.

Separarme de mi madre cuando entré aquella aciaga vez en el parvulario de las hermanas Sabater, fue mi iniciático encuentro con el dolor existencial. Odié a mi madre, en aquel instante, por dos razones: porque me abandonó en manos de aquellas señoritas españolas que me amenazaban, cruelmente, para domarme y porque no tuvo compasión de mi llanto irrestañable, expresión de mi amor, de mi pasión por ella. Entonces comprendí que se puede odiar por amor y entendí también lo que es el amor-odio, que mucho tiempo después renové (tal ceremonia) con La Escritora, que gustaba de hacerme amagos de abandono cuando más fijado estaba a su persona.

No hay figura de mayor amor que la materna. Vivimos dentro de la madre, mamamos la primera nutrición tibiamente placentera de ella y la inicial formación deviene de sus manos amorosas que a veces golpean y, otras, acarician. Pero finalmente nos da lo mismo: lo importante es-ser-de-ella. Sadomasoquismo del bueno y entrañable.

Recuerdo todo aquel pasado –a todos los novelistas nos place retroceder en la memoria– porque, de nuevo, aquellos viejos sentimientos de tanto amor por la que me dio la vida, han retoñado al compás del sufrimiento y el desgarrón insondable que me han producido las imágenes de los hijos que, en la tremendista frontera estadounidense, han sido arrancados del divino seno cariñoso de sus madres. Con ellos, y con ellas, recuerdo aquel viejo llanto –hoy de homenaje y solidaridad– que derramé hace tantos años en un ardiente San Salvador, desesperado.

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