Luis Fernández Molina
La Antigua suma tragedias en su historia milenaria, tragedias que disimula bajo sus lienzos de arena o bajo los bloques de mampostería de sus muros derruidos. Surgió de hecho por causa y después de una tragedia, la de su vecina y entonces capital del Reyno que osadamente se recostaba sobre las faldas del Hunapú. Poblado que en una noche aciaga de septiembre de 1541 quedó dormida en el tiempo bajo el cobijo siniestro de toneladas de lodo y piedra que arrastró la correntada desde el cráter de la cumbre. Ciudad que cedió el estandarte de ser “muy noble y leal” al nuevo asentamiento, la nueva capital que, ensoberbecida, contemplaba de reojo a aquella, a la que llamaron la vieja, la Ciudad Vieja, nombre que aún persiste. Ignoraba la arrogante ciudad de Santiago que un día le tocaría su turno en la tragedia: en 1773 fue menester abandonar la ciudad y buscar otro sitio que estuviera lejos de los reflejos de esmeralda del Valle de Panchoy, distanciada de la sombra de sus celosos guardianes que fueron también sus tormentos: los volcanes Agua y Fuego. Entonces llegó la Nueva Guatemala y aquella pasó a ser La Antigua Guatemala.
La Antigua es un secreto tapizado bajo sus calles de piedra, secretos que solo comparten en noches de luna llena con los balcones abiertos de los fantasmas que viven. Ventanas que en esas noches dejan escapar palabras que quedaron suspendidas en el tiempo. Murmullos cómplices, chanzas, romances, cantos de jolgorio y de llanto, en un castellano manchego que se mezclaba con dichos de los nativos. Grandes ventanales que entreabiertos permiten ver las velas lánguidas que, sin embargo, nunca se apagan y pueblan de sombras negras los amarillos espacios de los amplios recintos. Tan amplios que caben todos, todos los que alguna vez respiraron bajo sus techos de teja. Aquellas generaciones que allí nacieron, allí crecieron, allí se multiplicaron, pero que no murieron. Aquellas gentes que se refrescaron en las señoriales fuentes de los patios interiores. Aquellos que hacían espera en los húmedos zaguanes. Están allí. Peninsulares advenedizos y criollos de pura estirpe, descendientes de los conquistadores; mestizos, zambos y negros; corregidores y artesanos. Indígenas del servicio, de encomienda o repartimiento y hasta esclavos. Sin olvidar a los principales ocupantes: el Cadejo, los duendes y La Llorona, El Sombrerón y La Siguamonta, entre otros que libremente transitan por sus cuadras.
La Antigua es un enigma disfrazado de tiempo que se esconde en los muros de mampostería, talladas con argamasa morena de los dedos cobrizos, paredes que han muerto al tiempo, pero reviven como ruinas. Un tablero gigante donde Cronos juegan las piezas con Kukulcán e Itzamná. Orgullosa desde su fundación, La Antigua se erguía por muchos años como una de las cinco ciudades más grandes del continente americano. Dominaba toda la región del Istmo y era la más importante entre México y Lima.
Ahora la vida transcurre lenta; afuera fluye azarosa, como torrente impetuoso. Pero La Antigua es un recodo del río, un remanso como espejo que refleja las centurias. Pasan los años como soplos de huracanes que solo tocan rozan la historia. Inmutable queda La Antigua. Y mientras tanto, el empedrado negro espera ansioso volver a sentir en sus lomos los cascos de los caballos o las ruedas de madera.
PD. Mis más sentidas condolencias a todos los que han sufrido por los embates de la naturaleza en ese bello Valle de Panchoy. Es un precio muy alto, que algunos pagan, por vivir en el paraíso.