José Manuel Fajardo Salinas
Académico e investigador
Los noticieros internacionales han estado sumamente atentos en las dos últimas semanas a un país que comúnmente no llama mucho la atención, me refiero a Honduras, que fuera de sus índices de criminalidad y pobreza no destaca mucho en la región latinoamericana. Ahora bien, la novedad de dos autoproclamados presidentes y un Tribunal Supremo Electoral que se ha alargado al extremo para proclamar un ganador, conquista audiencias y multiplica entrevistas entre los actores implicados. ¿Qué está ocurriendo de fondo?
Ensayo en estas breves líneas una vía de explicación que no ha sido la más recurrente, pero que late en el fondo de la problemática. Me refiero a la estética del proceso electoral, y junto a ello, avizoro una posible solución a la crisis desatada. Para el análisis que sigo a continuación, aprovecho las categorías de “belleza” y “libertad” que siendo reconsideradas por Kant y la corriente romántica europea del siglo XIX, auxilian para comprender qué es lo que ocurre en el sentir social de buena parte de la población hondureña.
Afirma Kant en la Crítica del Juicio, que el ser humano comparte la capacidad de juzgar una realidad como bella, en base a considerarla llena de dos cualidades: desinterés y libertad. Es decir, en la contemplación estética o en el ejercicio artístico, cada personalidad logra percatarse de que el objeto que le provoca placer, que le deleita, expresa una forma que está más allá de su utilidad próxima o de su bienestar moral, es decir, que conquista al que lo experimenta simplemente por ser como es, sin una finalidad ulterior.
Así, el quedarse extasiados por la belleza natural de una flor, o gozarse en el intento de dibujar algo que nos gusta, no se hace por obtener un premio o ser calificados de “diestros o buenos” en los trazos… no; se gasta tiempo en ello, por el simple agrado de admirar o ejecutar una acción artística. Ahora bien, ¿por qué perder tiempo en algo tan gratuito, algo que no nos reporta beneficio tangible o no da una alta calificación conductual?
Ocurre que el objeto o la actividad que nos reporta placer estético, se nos presenta como un reflejo de lo que nosotros mismos somos como entes libres, o sea no determinados en nuestro valor nada más que por ser lo que somos, es decir, seres humanos que valemos por la propia dignidad, y no por desarrollar tal o cual función, por pertenecer a esta o aquella etnia, o ser hija o hijo de alguien en especial… el valor como ser humano se carga solamente por serlo, y nada más.
Gracias al razonamiento anterior, Kant propone que si somos testigos de un suceso o evento, que contiene estas dos cualidades, desinterés y libertad, entonces, y solo entonces, somos capaces de calificarlo como bello, pues nos identificamos con él. Este juicio, que él califica de “reflexionante”, ya que es una especie de juicio donde ocurre lo que pasa ante un espejo (nos vemos reflejados en el mismo), motiva en el ser humano una adhesión subjetiva que anhela compartir con el resto de sus congéneres, para gozarse juntos de este placer estético. La filosofía romántica llevó este argumento kantiano al terreno de la verdad, afirmando que el arte es el vehículo por el cual los seres humanos entramos en contacto con la verdad, que aparece y desaparece en las formas de los objetos o sucesos que llamamos bellos.
¿Qué relación se puede entrelazar entre todo lo anterior y un evento electoral? Es sencillo: cuando un elector vota por un presidente, un diputado o alcalde, tiene la intención subjetiva de estar construyendo un evento cargado de belleza, de libertad, pues al margen del resultado exacto del conteo final, se sabe partícipe de un momento particular, en que por la suma de los votos, un representante de las mayorías resultará electo de común acuerdo, y que al final la o las personas ganadoras, deberán defender los intereses no solamente de los que votaron por ella o él, sino de todo el conjunto de votantes. He ahí expresado el desinterés y la libertad que soportan la belleza de la democracia.
Ahora bien, ¿qué pasa si este evento aparentemente tan simple y lógico es trastocado, manipulado, traicionado antes, durante y después del ejercicio electoral? La respuesta está en la sensación que priva socialmente: malestar generalizado, porque el proceso fue violentado estéticamente, no es bello, sino lo contrario, provoca un sentimiento de pesar y dolor.
Sin entrar en todos los detalles de las elecciones hondureñas del domingo 26 de noviembre, ha sido demasiado contrastante el modo en que se procedió en relación a la elección presidencial más próxima, la del año 2013, donde con solamente un promedio del 20% de actas escrutadas, a las 7:00 pm, se anunció un primer resultado, que al final fue definitivo ganador; en cambio, en esta ocasión con más del 50% de las actas recibidas el resultado se retrasó hasta pasada la una de la madrugada del lunes 27, lo cual generó suprema suspicacia, y sumando a esto una serie de eventualidades en los días subsiguientes, el resultado actual no genera confianza compartida, sino agresividad y recelo entre las dos tendencias más votadas.
En fin, si bien nunca se puede exigir un proceso electoral perfecto en todos sus detalles, ha sido demasiado evidente para los observadores locales e internacionales, que el actual pecó de exceso de vicios y defectos en la mayor parte de sus niveles y elementos de manejo. Ante tamaño desastre estético, ¿qué solución asoma? Por la falta de confianza suscitada, lo lógico sería invitar a una entidad neutral de carácter foráneo para que examine el proceso, y el material electoral resultante, e indique si es posible determinar un resultado honesto.
De no ser posible lo anterior, por toda la manipulación ejercida en el proceso y los elementos físicos derivados, lo ideal es desarrollar una nueva contienda electoral, que encomendada a una veeduría internacional, limite en la medida de lo posible las malas prácticas que se han convertido en el patrón electoral consuetudinario. En todo caso, sin una vuelta estética, el mínimo ideal de una elección digna para Honduras, queda clausurada hasta quién sabe cuándo…