Jairo Alarcón Rodas
Filósofo y catedrático universitario

Iniciamos el recorrido por la vida con impresiones, titubeando, dependiendo de los gestos y enseñanzas de nuestros padres, es por ello la importancia ineludible de la presencia materna, de su sabiduría e intuición que, tras sus enseñanzas deja su marca en nuestra conducta y desde luego, en el desarrollo de nuestra personalidad que, como impronta, deja su huella en lo que somos.

La especie humana es la más dependiente de los nexos maternos, largos periodos de lactancia y cuidados hacen la diferencia con el resto de las especies del reino animal. Mientras otras especies, como, por ejemplo, los caballos, a las pocas horas de nacer se yerguen sin complicación sobre la tierra y asumen cierta independencia, los humanos, por el contrario, requieren de un largo apego a la madre y con ello, a un extenso recorrido de dependencia y asimilación que se inicia en la etapa prenatal, continúa con la infancia y se extiende hasta la niñez.

Llegó el día en que tuve que iniciar mi sistemática domesticación social, me llevaron al colegio, previo a ello mi padre me había iniciado en el arte del alfabeto, aprendía a leer y a escribir. Con mi llegada al colegio, rompí lazos con la primera etapa de mi vida, salí de la agradable rutina del hogar del cual no me había despegado hasta entonces, donde el patio fue mi salón de juegos y en donde me sentía plenamente confortable, seguro y feliz.

Con la llegada al colegio, me enfrenté a un mundo diferente, con rostros y conductas distintas, lenguajes desconocidos, eran señales que hasta entonces no conocía. Curiosamente lo hice con interés y sin temor, algo en mí me decía que lo nuevo por ver y aprender me serviría y sabía que lo nuevo requería de mí mucha fortaleza y si titubeaba, si por alguna razón flaqueaba sería mi fin, mi perdición.

Recuerdo que, en un pasaje de Demian, de Herman Hesse, se ilustra muy bien ese instante de mi vida. Demian, uno de los personajes importantes del libro, le dice a su amigo Emilio Siclair, joven que se enfrenta por primera vez al mundo y que es víctima del acoso de un perverso compañero de estudio: Cuando se teme a alguien, es porque a ese alguien le hemos concedido poder sobre nosotros. Y en mi caso, yo no podía permitir que eso sucediera, en cierta forma había comprendido en mi casa cómo se constituyen las relaciones de poder, sobre todo con mis hermanos más grandes y mi padre, por ello tenía que blindarme.

Con nostalgia, la primera etapa de mi vida había finalizado y se dio inicio a las nuevas y mórbidas tribulaciones que, con el paso de los años, se fueron acentuando en mi existencia y que hasta la fecha marcan lo que soy y he sido. Llegó la hora en que tendría que levantarme temprano y con ello, el cumplimiento de nuevos horarios, tareas y otras rutinas por realizar. Quedó atrás la relajación, el tiempo distendido, la vida placentera y quizás también, mi inocencia.

Recuerdo que con mi mano le dije adiós a mi madre, no lloré a pesar de que otros niños sí lo hicieron. Con esa despedida entré a las nuevas relaciones de poder, donde los que lo ejercían eran otros y sus castigos, más severos. Conocí al director del colegio, a la maestra de grado y supe con golpes lo que era la educación. Por ser de los más pequeños, tenía que someterme a la voluntad de los estudiantes mayores, al menos así fue al principio. La naturaleza muestra que el pez grande se come al chico y en el colegio, así era por ley.

Me di cuenta de que el director usaba un traje negro, que venía desde el cuello a sus pies, apenas le era visible un ribete blanco por encima de su pecho. Colgado al cuello llevaba un crucifijo de metal y madera, de buen tamaño. Miraba con atención cómo se frotaba las manos, resaltando en su índice derecho un gran anillo dorado, que hacían más dolorosos los sopapos. Tengo presente su voz resonante, que con su estruendo pretendía atemorizar a todos los niños que llegábamos tarde.

Puedo dar razón de ello, ya que en más de una ocasión fui castigado con coscorrones en la cabeza y reglazos en las manos, por mis llegadas tardes. Pero nunca lloré, mi prestigio estaba en juego, no podía mostrar flaqueza alguna ante la mirada atónita de mis demás compañeros que ya en fila miraban lo sucedido. El método de los golpes y castigos para mí no resultó ser efectivo.

Para que no fuéramos golpeados por los más grandes, o nos sometíamos a su voluntad o nos revelábamos. Ahora comprendo que esa es la forma de dominación que se da en todo ámbito social, ser sometido y someterse. En donde la necesidad de sobrevivir o la perversión egoísta conducen a tener un precio y la dignidad resulta una palabra desconocida para muchos.

Yo hice lo que pude y me revelé, aunque mi talla no me ayudara. Me hice notar a través de la fuerza, me convertí en un alumno peleonero. Pienso con seguridad que pude hacerlo, por la reputación que habían dejado en el colegio mis hermanos mayores. Si no hubiera ocurrido eso, quizás la historia hubiera sido otra y hubiera sido un niño más, víctima del acoso escolar.

Continuamente me daban la mano para la salida, esa era la señal de que tenía que pelearme con alguno de mis compañeros. Dientes sangrados, moretones en el rostro, raspones en las manos y brazos fueron el resultado de épicas batallas donde el ganador no solo conseguía prestigio, sino la seguridad de no ser molestado por los más grandes.

Las riñas escolares también motivaban otro tipo de angustia en mí, lo cual incentivó cierto tipo de ingenio, ya que tenía que buscar la forma de ocultar la sangre que quedaba en la camisa blanca del uniforme del colegio. No temía a mi madre, pero sí a mi padre, su severidad y autoritarismo me infundía temor y sabía que, si ella lo notaba, le contaría lo sucedido, nuevamente las relaciones de poder se imponían.

Qué es lo que hace el poder, quizás lo sea la autoridad y ésta regularmente se logra a través de la fuerza. Comprendí que, en sociedades donde impera el capital, el que tiene dinero se arroga la potestad de mandar. En mi casa ese poder lo ejercía el que proveía bienes para satisfacer las necesidades de la familia y ese, era mi padre.

Más tarde me di cuenta que hay diferencia entre el poder hacer y el poder sobre. La mayoría busca el poder sobre, es decir mandar, dominar, someter. Mientras que, en sociedades civilizadas, en las que se ha comprendido el justo valor de las personas, el poder hacer significa cooperar en la búsqueda de un objetivo común para el bien común. Es probable que Platón, Aristóteles, Hannah Arendt y Michel Foucault, hayan escrito lo que dijeron sobre el poder a partir de sus enseñanzas de crianza.

El respeto que logré entre mis compañeros, me dio la oportunidad de decidir si ejercía el poder para satisfacer intereses particulares o bien, para lograr equilibrio entre los más grandes y los pequeños que en cierta forma constituía justicia. Me di cuenta que el poder no corrompe, sino evidencia a los que están destinados a ser corruptos. Que, si existen valores humanos, el poder no es sinónimo de perversión.

Resulta que, desde que tuve uso de razón, el poder se ejercía a través de golpes y frases disonantes. Si no sabíamos la lección, la maestra se imponía castigándonos. Nos pegaba en las piernas con un pequeño palo de escoba o bien, en las manos, con una regla especial. De igual forma el director, pese a su sacerdocio, nos castigaba y maltrataba, mostrando así el poder que ejercía sobre todos nosotros.

Se quedó atrás mi niñez y con ella los recuerdos de los años felices, en donde el ser protegido y querido por mi madre significó para mí, más que cualquier religión y precepto ético, comprender la diferencia entre el bien y el mal, que más tarde me permitió saber lo que es distinguir el respeto del terror, la dignidad de la vileza, la maldad de la bondad y el amor del miedo. Ahora sé que todo aquel que tiene amor, no tiene miedo.

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