Por Mónica Maristain
Ciudad de México
Agencia (dpa)
Actor y cantante, símbolo de la Época de Oro del cine mexicano y representante de la música ranchera, su simpatía y nobleza convirtieron pronto en mito popular a Pedro Infante, de cuyo nacimiento se cumplen el sábado 100 años.
Sobre todo, como apuntó el escritor mexicano Carlos Monsiváis en su libro «Pedro Infante: Las leyes del querer», derrochaba simpatía y desparpajo y sus personajes «representan casi con exactitud el tránsito de lo rural a lo urbano».
Junto con figuras como la pintora Frida Kahlo y el humorista Mario Moreno «Cantinflas», Infante, que nació en la ciudad de Mazatlán el 18 de noviembre de 1917 y murió a los 39 años, es uno de los grandes símbolos de México, con más de 60 películas.
«Sus personajes caracterizaron a un hombre de provincia, alegre, festivo, muy noble», dijo a dpa el escritor y poeta mexicano Jesús Ramón Ibarra («Teoría de las pérdidas»), nacido en el estado de Sinaloa como Infante.
El actor murió en Mérida el 15 de abril 1957 cuando se estrelló un avión de carga en el que iba de copiloto. El impacto de su muerte fue tan fuerte como la del galán Rodolfo Valentino a los 31 años de una peritonitis en Nueva York o la del cantante Carlos Gardel en un accidente de avión en Medellín.
Infante dio sus primeros pasos artísticos en Guamúchil, adonde fue a vivir con su familia, y aprendió de su padre todo lo relacionado con la música. Mostró talento desde joven. A los 16 años, con una orquesta pequeña a la que bautizó como «La Rabia», tocaba en los cabarets de Guamúchil.
En 1943 grabó su primer disco, «Mañana», que le otorgó un relativo éxito y comenzó a ser conocido, especializado además en el género de las rancheras.
Como actor inició su carrera con un papel irrelevante en la película «En un burro tres baturros», dirigida por José Benavides Jr. y protagonizada por Carlos Orellana, en 1939. Fue en «La feria de las flores» (1942) donde su naturalidad lo convirtió en favorito del cine y amado por los espectadores.
Personificó al hombre de campo, sencillo, con sombrero ancho, lo que le valió al principio –según cuenta su sobrino José Ernesto Infante Quintanilla en el libro «Pedro Infante. El ídolo inmortal»- «los prejuicios de la gente bien de los 50, época en que la burguesía mexicana lo veía como un ídolo de muchedumbres; una devoción sólo para las clases populares».
Era visto como un personaje «que jamás resistiría la comparación con Clark Gable, Gary Cooper o Cary Grant, ídolos del cine de Hollywood que se encontraban en la cima de su popularidad en aquel momento», recuerda. «Sin embargo, el tiempo hizo su lento trabajo de apaciguamiento de esas oleadas de antipatía».
Todos sus personajes se hicieron muy populares, como el Valentín Terrazas de «Jesusita en Chihuahua», donde interpreta a un osado sinvergüenza que se juega la vida por la mujer que ama, el «gachupín» (español) en «La razón de la culpa» (1942) y Pepe el Toro en «Nosotros los pobres» (1947).
A partir de 1950 todas las películas prácticamente se hicieron para él, para que se luciera como cantante y como actor: «Cuando lloran los valientes», «Soy charro de Rancho Grande», «Los tres huastecos», «Ustedes los ricos», «El gavilán pollero».
En 1956 obtuvo el Premio Ariel a la mejor actuación masculina por el drama -uno de los pocos que interpretó en su fugaz pero intensa carrera- «La vida no vale nada». Tras su muerte fue distinguida su participación en «Tizoc» con el Oso de Plata del Festival de Berlín (1957) y el Globo de Oro de Hollywood (1958).
Fue el adiós al actor y cantante. Y la bienvenida al mito. Siempre hay homenajes junto a su tumba en el Panteón Jardín y este año cantantes, motociclistas y grupos de mariachi se reunirán para honrarlo por su Centenario.