La Hora ha vivido, como la democracia en el país, etapas y sobresaltos y tras tres épocas luego de su fundación en 1920, después de catorce años de exilio de Clemente Marroquín Rojas, volvió a publicarse al inicio de noviembre de 1944, justo cuando empezaba lo que algunos han llamado la Primavera Democrática que apenas duró diez años y que fue abruptamente suprimida por la intervención norteamericana para defender los intereses de la United Fruit Company.
En aquel lejano noviembre se vivían momentos de esperanza tras el fin de una de las más nefastas e improductivas dictaduras de nuestra historia. La efervescencia popular se notaba en las calles y en la vida social porque se sentía la libertad y, más que eso, se palpaba la esperanza de poder construir una Guatemala mejor. Hay que hacer notar que con todo y sus avances, la Revolución de Octubre se marcó, sin decirlo y quizá sin quererlo, por ese eterno racismo que implica el aire de superioridad de quienes ni siquiera sienten que hay que hablar del indígena porque para ellos simplemente no cuenta ni política ni económicamente.
Pero tras 14 años de temor en los que se veía a los orejas atentos para delatar la menor mención no lambiscona para el tirano, el pueblo y su juventud vivían momentos de euforia, ilusión y esperanza. Despuntaban como políticos personajes respetables y surgían nuevos liderazgos de una generación romántica, que se aprestaba a trabajar por su país y por el bien común, por la democracia y la libertad. No había espacio en esa vorágine de civismo para los largos y sinvergüenzas porque no lo hubiera permitido la mayoría honesta que no pensaba en aprovechar para sí ninguno de los espacios que se estaban abriendo.
Quien llegó a ser luego el Presidente electo como resultado de ese extraordinario movimiento terminó su período y luego pasó penurias económicas y finalmente dependió para vivir de una pensión que en buena hora fuera acordada no sólo para proveerle sustento, sino para premiar su honradez.
Tiempos pasados, desgraciadamente porque ahora es a la inversa. El honesto es al que no se le permite actuar porque es la mayoría de sinvergüenzas la que cierra y copa los espacios. Los presidentes terminan su período y no necesitan pensión porque se hartaron con el dinero del pueblo y se volvieron millonarios. La libertad y la democracia importan un pepino porque todos van tras el trinquete, la mordida o el derecho a ser socios en los negocios que produce la corrupción, no digamos aquel viejo ideal de buscar el bien común. Son tiempos pasados, pero ¿serán ya tiempos idos?