Luis Fernández Molina

La sociedad reclama seguridad y orden. La gente añora los viejos tiempos en que se podía salir a la calle sin temor a asaltos u otras formas de violencia (Ahhh, los tiempos de Ubico). Los empresarios -grandes y pequeños- demandan un mercado transparente, libre de interferencias, engaños y extorsiones, en el que se respeten los acuerdos libremente tomados. Los ciudadanos exigen que los funcionarios sean probos y diligentes con los fondos públicos que temporalmente tienen a su cargo. Todos necesitamos de certeza jurídica para consolidar nuestros proyectos a futuro. En este complejo tinglado el orden penal juega un papel muy importante; es el guardián protector de los valores esenciales que empiezan por la vida misma, la integridad personal, la libertad de acción, el patrimonio legítimamente adquirido, el orden constitucional y administrativo, etc.

Para cumplir con esa función de guardián del orden social el aparato penal, en sentido lato, debe ser riguroso, se le debe «tener miedo». Por eso las penas deben ser rigurosas y la efectividad de las condenas debe ser firme. Las condenas se han establecido históricamente para: a) castigar al infractor y b) disuadir a potenciales infractores. Derivan otras visiones como son el resarcimiento de las víctimas y la rehabilitación de los delincuentes; también se incluye la visión de un desagravio comunitario que puede traducirse como una venganza de la sociedad. Ello está bien, pero no debemos perder de vista que los centros carcelarios son prioritariamente lugares de castigo, más que de rehabilitación (son contados los casos de verdadera rehabilitación que más se producen por la intervención del capellán o del pastor).

Para consolidar este sistema los tribunales deben ser diligentes en el diligenciamiento de expedientes. ¿Es esto factible? Lamentablemente no. En teoría el nuevo proceso penal (1994) iba a dinamizar todos los trámites. La realidad nos da una lectura muy diferente. Existen más de 600 mil expedientes en -trámite. Si dedicáramos un año a limpiar esa mora tendrían que resolverse 1,643 diarios. ¡Absurdo! Y en este ejercicio no cuento los nuevos casos que a raudales llegan todos los días.

En este contexto la Corte Suprema (entiendo que unánimemente), presentó el proyecto de la ley de aceptación de cargos (LAC). No es nuevo, en agosto del año pasado el diputado Oliverio García presentó una iniciativa virtualmente idéntica que, supuestamente, estaba respaldada por CICIG y el MP. Ese proyecto provocó un inusitado divorcio entre CICIG-MP y las organizaciones sociales. Se engavetó, pero ahora se desempolva en formato diferente, antes era una ley anexa ahora son artículos que se adicionan al Libro IV, «Procesos Especiales». En principio aplaudo la actitud positiva de ¡hacer algo! Acaso bueno, acaso equivocado, en todo caso mejorable.

La iniciativa tiene errores formales y conceptuales. Habla de rebajar de un 33 a un 10 por ciento, dependiendo del momento de la confesión. Sin embargo, las sanciones en el Código Penal son variables, ejemplo de 2 a 5 años, de 15 a 30 años, conforme las circunstancias del delito. Entonces ¿sobre qué cantidad aplicaría el descuento? Por otra parte, quien quiera beneficiarse, no podrá conmutar su pena (por pago en efectivo) y tendrá que ser testigo si fuere necesario. No muchos querrán acogerse la LAC, incluyendo a los actuales procesados a quienes sí podría aplicar esta nueva ley (por el beneficio de retroactividad en favor del reo).

No perdamos de vista que el proceso penal tiene como objetivo principal «la averiguación de la verdad». Esta, como muchas otras iniciativas, podría facilitar este proceso. Es importante compensar a las víctimas. Todos hemos sido víctimas directas o familiares». Pero lo más importante es asegurarnos que no haya delincuentes ni víctimas en el futuro.

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