René Leiva

Ya no en puntos cercanos de la ciudad sino en su propio lugar de trabajo, donde la ficha de la mujer desconocida llegó a sus manos y comenzó la aventura del singular escribiente, ahora don José va en busca de la prueba escrita de que ella está entre los muertos de reciente muerte, al final del silencio y el amontonamiento de sombras y polvo asentado, de esas paredes antiguas de viejo papel en rimeros de la Conservaduría, hasta donde no puede llegar ni regresar sin el hilo de Ariadna atado de un extremo a su pie y del otro extremo a una pata de la silla del conservador; mientras los circuitos químicos y eléctricos de su cerebro, su mente, su raciocinio, su imaginación, sin intermitencia, recorren todos los extremos del peculiar momento.

En esa oscuridad y silencio, a don José le ocurre recordar un antiguo y vívido sueño de cuando niño, una pesadilla recurrente no precisamente premonitoria pero enquistada en su memoria, que ahora, allí, renace en tal soledad compacta por unos segundos, para regresar a su propio limbo y no dejar más huella. Y es entonces cuando la voz interior se deja oír por los nervios, los huesos, la sangre de don José –esta vez no encarnada en el techo de su cuarto- -, con advertencias, comentarios, burlonas recriminaciones, oportunos consejos circunstanciales, que no son precisamente rumor de lluvia reoída.

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Hay algo o mucho de fisgoneo en la lectura, por muy abierto y dispuesto que esté el libro, de husmear y atisbar por sus puertas y ventanas a veces entornadas; bastante o poco voyeurismo a través de sus dispersas cerraduras con una sola llave y clave. Entrecerrar el libro en ángulo agudo y ver sus renglones en una perspectiva inconclusa, cómo las páginas 210 y 211 buscan en vano un final a su andar cortado por los márgenes interiores… Hay algo o mucho de sagrado, religioso en el buen sentido – -a pesar de la globalización alienante y de la tiranía tecnológica- – cuando en el encuentro con la palabra conocida, enraizada en la memoria, brota la introspección que no puede ser sino humanística, en que él y lo humano debe persistir en ser la medida, principio y fin de todas las cosas, y en esas cosas la preeminencia de lo subjetivo. El espejo frente al espejo. Y la sombra de Narciso más cerca del espejismo que de la especulación.

(¿Ha sido dicho que el libro abierto por la mitad, su lomo en sentido horizontal sobre una mesa, de buen formato, de grueso canto, visto en perspectiva del corte de pie al corte de cabeza, es o parece ser una mujer con las piernas de par en par a la espera serena de cópula o masturbación? ¿Ya fue dicho, sentido, gozado, señor lector fisgón?)

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(Si en algún momento, con suficiente anticipación, el país de la eterna, Guateanómala, se trazó metas u objetivos del milenio (desarrollo social sostenible, etc.), en realidad eso fue para el tercero, no para el segundo milenio, actual, o sea del año tres mil (3,000) en adelante. Salvado el comprensible malentendido cronológico, felizmente todavía hay tiempo de sobra.)

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