René Leiva
En ocasiones antójase, no por novedad, que el libro es la partitura y la lectura su ejecución con el complicado instrumento que va de los ojos, la visión, hasta remotos ámbitos o dimensiones no descubiertas u olvidadas. Por qué el dirigir la vista a través de lo escrito impreso, estampado, le otorga movimiento, podría decirse, a las manos y los dedos sobre un teclado pianístico para así realizar su propia versión, interior, recóndita, casi siempre placentera, de ese texto. Con la obviedad de que partitura (obra) y ejecución/ interpretación (al piano u otro instrumento) no son, para nada, lo mismo; pero una es el resultado – -concreto/abstracto- – de la otra. Aunque mentalmente se repite, eco mental, palabra por palabra, en otra parte se presagia, surge, brota una versión diferente, con variaciones e incluso improvisaciones ya puramente lecturales, cual pieza barroca o jazzística… Porque durante la lectura, de repente, ésta se detiene para imaginar o cavilar en otra cosa cabalmente relacionada… Evocación, otra aventura incorporada; sin perder el ritmo, sin soltar el teclado, incursionar otros acordes, engarzar nueva tesitura.
Leer literatura traduce el texto al lenguaje peculiar del lector; es decir, casi se crea otro escrito, no literal, no discrepante, no substituto; lo que se dice, en otras palabras, equivalentes; a veces renegadas… Porque es imposible esa traducción, dicha versión nueva, es imposible leer con tal espíritu, a profundidad, digamos, si no se posee un lenguaje propio; un andamiaje verbal, emocional, sensitivo, imaginativo… que no se parezca, o lo sea poco, a otros, incluido el texto leído… Pero propio no significa intransferible, incomunicable o ininteligible o demasiado hermético… Debe desbarrarse razonablemente hasta para sí mismo… ¿Qué mayor acto de libertad no invasiva, de libertad no demagógica, de libertad no fascistoide?
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Escrita originalmente en portugués, Todos os Nomes, idioma hermano, gemelo, siamés del español, por genética lingüística y geográfica, su magnífica traducción hace de esta historia un hábitat que logra ser habitado casi por cualquier lector de horizontes provincianos, vale decir, plurales, entretejidos, sin metrópoli cultural ciertamente inexistente.
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En su aventura endógena e intramuros navega don José en dirección a una vida apenas adivinada y desvanecida y, por supuesto, naufraga en la isla solitaria que es él mismo. En ese viaje tan cercano su destino no podía ser otro que zozobrar. Y en su isla tampoco encontrará en la arena ni siquiera una huella (del pie) de la mujer desconocida. Ni una cruz con dos fechas…, no todavía. En su isla de náufrago predestinado, como en su casa y en su cama, sólo hay lugar para esperar la llegada de otra búsqueda, la misma.
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(Entrevistado en su imponente castillo de Transilvania, el conde Drácula declaró que el último país que en su vida eterna visitaría ese sería el de la eterna, llamado Guateanómala, pues él, el famoso conde, abomina la horchata, y hasta sus afilados oídos ha llegado la especie de que por las venas chapinas (humanas), etcétera.)







