Juan Jacobo Muñoz Lemus

Una leyenda urbana en una comunidad de este país sostiene que si los deudos de una persona asesinada, colocan en la boca de su difunto un trozo de carne, logran que cada vez que el asesino pruebe bocado, le sepa desagradable y no pueda comer. Una cándida forma de hacer justicia por la propia mano.

Esto provoca que los culpables, también conocedores del costumbrismo local y fieles creyentes de la superstición hecha dogma, pasen de asesinos a profanadores de tumbas.

En una ocasión, un grupo de estos quita vidas, se vio en la imperiosa necesidad de sacar de su descanso eterno el cuerpo de una occisa; y para evitar la reincidencia maliciosa de los familiares, prendieron fuego a los restos para acabar con la maldición.

Las autoridades enviaron el cuerpo dos veces asesinado a la morgue, seguramente para que viviera el beneficio de una segunda autopsia.

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El otro día me relató su historia, una pobre mujer que había sido violada a plena luz del día por un sátrapa que se pavoneaba por las calles del pueblo en el que ella, en mala hora tuvo que nacer. Era una mujer sencilla que se expresó en estos términos:

–“Es que yo me iba a almorzar un mi güisquil, y me fui a la tienda a comprar mi güisquil. Compré mi güisquil y me fui para mi casa con mi güisquil. En eso apareció ese hombre y me jaló del brazo, pero yo agarré duro mi güisquil, y me llevó a un monte que había. Me tiró al suelo, pero no solté mi güisquil. Me gritó para que me quitara la ropa, pero yo no podía porque estaba agarrando mi güisquil. Entonces él me rompió la blusa y me subió la falda, pero yo estiré el brazo cuidando mi güisquil. Se me subió encima y se fue, y yo me fui corriendo a mi casa con mi güisquil y le conté a mi mamá y ella me dijo que teníamos que avisar a la policía y fuimos, pero como no sabíamos cuánto tiempo íbamos a estar, primero nos comimos el güisquil”.

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Me tocó una vez ir en el tráfico, detrás de un camión recolector de basura. En la parte trasera que quedaba a la vista, dos muchachos suciamente vestidos se divertían y reían jugando a las manadas. Luego de un rato, uno de ellos se dejó caer de espaldas sobre la basura, mientras que el otro decidió hurgar entre las bolsas de residuos. De una de ellas extrajo un envase de bebida gaseosa que los antiguos dueños habían desechado a la mitad. Como supongo que estaba agotado por el juego de gladiadores que acababa de tener con su acompañante, se bebió el contenido de la botella de un tirón. Hecho esto, se dejó caer sobre la basura junto a su compañero, tomó el envase vacío del que había bebido, y para mi sorpresa, en lugar de ponerlo con toda la basura donde estaba acostado; lo tiró a la calle.

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Un niño de nueve años había sufrido un ataque sexual por un adulto. Su versión fue esta:

–“Ese hombre es el de la tienda, yo fui a comprar unos chicles y me dijo que tenía unos dulces mejores atrás, que si los quería ver. Yo le dije que sí y me fui con él. Me metió en un cuarto y me bajó mi ropa y me puyó atrás y cómo me dolía. Y me echó unos grandes permaminozoides”.

–¿Los viste?– le pregunté.

–“Así era cada permaminozoide” me dijo, y separó sus manos en distancia más o menos de una regla escolar.

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Las historias de la miseria son miserables.

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