Por Ana Lázaro Verde
Madrid
agencia/dpa
Considerado «el poeta del pueblo» y precursor de la poesía social en la España golpeada por la Guerra Civil y la dictadura, Miguel Hernández ha emocionado a varias generaciones con sus versos: ahora, cuando se cumplen 75 años de su muerte, España homenajea a uno de sus literatos más queridos.
Nacido en 1910 en una familia de ganaderos en la provincia española de Alicante (sureste), dejó la escuela a los 15 años por orden de su padre para ser pastor. En el campo, junto al rebaño, se empapó de la obra de autores como Virgilio o San Juan de la Cruz y compuso sus primeros versos.
«Era autodidacta, pero tenía amigos que le ofrecían libros y que le abrieron las puertas de sus bibliotecas. No era una flor en el desierto, pero eso ha alimentado el gran mito de Miguel Hernández», explica a dpa Jesucristo Riquelme, Catedrático de Lengua y Literatura y autor de una decena de libros sobre el poeta.
Ese gran mito va aparejado también a «la tragedia de su martirio y a su muerte», según el experto. Junto a Antonio Machado y Federico García Lorca, Miguel Hernández completa «la trilogía» de los grandes «mártires» de la República española, que fueron perseguidos y encarcelados por el ejército y el régimen de Francisco Franco.
«A mí me gusta decir que a Miguel Hernández lo ‘murieron’ en la cárcel, porque no tuvo las condiciones mínimas de un preso enfermo. Lo dejaron morir», lamenta Riquelme.
Sus versos marcaron la línea de la poesía española de la posguerra, la llamada poesía social y la poesía desarraigada, y en los años 70 se convirtieron en «himnos» durante la Transición a la democracia española gracias a cantautores como Joan Manuel Serrat.
La evolución de Miguel Hernández hacia el compromiso social y político, que le llevó a alistarse en el ejército republicano durante la Guerra Civil (1936-1939), se plasma en su obra, que en sus primeras composiciones aún recogía el influjo de la sociedad católica y conservadora en la que creció en su Orihuela natal.
«De poeta ‘de’ pueblo se convirtió en poeta ‘del’ pueblo. Lo que él quería no era ser el mejor poeta, sino ser el poeta que abriera los ojos a la gente para que no se dejara someter. Ese viaje de ida y vuelta da sentido a la obra de Miguel Hernández», explica Riquelme.
Cruciales fueron sus viajes a Madrid, donde entró en contacto con círculos progresistas y literarios, y su experiencia en las Misiones Pedagógicas, programa estrella del Gobierno de la Segunda República (1931-1936) que pretendía llevar la cultura y la educación a las zonas rurales marginadas.
En la capital española, dos futuros premios Nobel le abrieron las puertas: Pablo Neruda y Vicente Aleixandre. Gracias a ellos conoció a algunas personalidades de Latinoamérica, que a su vez ayudaron a difundir su obra al otro lado del Atlántico.
El levantamiento militar contra el Gobierno de la República en 1936, que desembocó en la Guerra Civil, marcó la vida y la obra de Miguel Hernández, quien se afilió al Partido Comunista y se incorporó como voluntario el ejército republicano. En 1937 llegó a viajar a la URSS para asistir al Festival de Teatro Soviético.
En plena guerra se casó con Josefina Manresa, con quien tuvo dos hijos, Manuel Ramón y Manuel Miguel. El primero murió meses después de su nacimiento.
En 1939, al finalizar la Guerra Civil, el poeta fue detenido y condenado a muerte por el régimen de Franco, aunque la pena le fue conmutada por 30 años de cárcel. Tuberculoso y privado de libertad, murió el 28 de marzo de 1942 en la prisión de Alicante.
Tras publicar títulos como «Perito el lunas» o «El rayo que no cesa», algunos de sus poemas más famosos los escribió entre rejas en trozos de papel higiénico, como los que recoge el «Cancionero y romancero de ausencias», que fue publicado póstumamente en Buenos Aires (Argentina).
«Es el gran libro de Miguel Hernández: un libro íntimo, un diario lírico de dolor, donde la guerra no es la protagonista, pero sí es el decorado. Los amantes sufren y simbolizan a todos los amantes y a todas las personas vulneradas en el mundo», asegura Riquelme.
La obra se cierra quizá con el poema más conocido de Miguel Hernández: las «Nanas de la cebolla», en las que expresa su tristeza e impotencia por no poder estar junto a su mujer y su hijo recién nacido en un momento duro. Pero, pese a su dolorosa situación, en esos meses el poeta trata de animar a su familia y escribe varios cuentos para su retoño.
«Se aferra a la vida. Quiere crear un mundo de ilusión. En sus cartas a su mujer le dice que está estudiando francés en la cárcel, que celebran fiestas, que le han hecho un homenaje, que se lo pasa en grande… Mientras se muere de frío y hambre», explica Riquelme.
Al pequeño Manuel Miguel, su padre solo pudo verlo en una ocasión, y con barrotes de por medio. Es entonces el poeta cuando entregó los poemas de «Cancionero» a Josefina, quien años después confesó que los borrones que aparecen en el original son las lágrimas de su propio hijo.