René Arturo Villegas Lara
Viendo una película sobre la obra de Sófocles, Antígona, me recordé de una novela de Pío Baroja, titulada “El mundo es ansí” y, efectivamente, así es y así ha sido el mundo del derecho y de la función de gobernar, con sus momentos de lucidez y sus momentos de penumbra. Y si Sófocles escribió esta tragedia con estos mensajes de hondo contenido, es porque los problemas siempre han sido los mismos. El jurista chapín, Nájera Farfán, escribió un pequeño libro sobre los retos que tiene un gobernante desde que asume el poder, se sienta en el despacho, empieza a adivinar para qué tanto teléfono y quizá añorará el día en que abandone el cargo. Dice el novelista mexicano, Carlos Fuentes, que es más complicado ser expresidente que presidente, porque los expresidentes sí se dan cuenta de lo mal que ejercieron su función y entonces ya no pueden dormir tranquilos: la oportunidad de hacer bien las cosas ya no volverá. Pues bien, en Antígona encontramos de todo. Por ejemplo: los llamados “neoconstitucionalistas”, debería tomar en cuenta que eso de que sobre la ley o junto a la ley están otros preceptos, principios o valores que deben tenerse en cuenta en la interpretación y aplicación del derecho, no es nada novedoso, pues ya los griegos, especialmente en esta obra de Sófocles, sabían de la teoría de un derecho natural superior a cualquier ley dictada por el hombre y que hoy constituye la ideología de los derechos humanos. Cuando leo a los cultivadores de este paradigma jurídico, que nos lo presentan como el último grito de la teoría jurídica, convengo con un escritor holandés, en que el pensamiento es una continuidad, pues las ideas nuevas son ideas viejas con vestimentas distintas: nada hay nuevo bajo el sol, reza el Antiguo Testamento. Y con respecto al arte de gobernar, ¿qué refiere Sófocles? El rey Creón toma posesión del cargo diciendo que todos los gobernados deben hacerle ver cuando esté incurriendo en actos de desgobierno, pero ya está demostrado que asesorar al gobierno es como ladrarle a la luna. Agrega que no es rey quien no entiende en dónde está el cumplimiento de sus deberes; que antes de serle leal a sus amigos, le debe ser leal a su país; que nunca debe olvidarse de los problemas de su reino, consejos mínimos que debieran escuchar los gobernantes en el mundo actual. Y cuando a Creón le toca decidir sobre la condena a muerte de Antígona, quien le desobedece la orden de no enterrar el cadáver de Polinices, pues para ella lo correcto es obedecer las leyes de los dioses, superiores a las leyes del hombre, el rey entra en la soberbia que da el ejercicio del poder y no tiene la más mínima consideración para entender las razones valederas de Antígona, prometida de su hijo, que viene a ser una llamada de atención a quienes se encargan de imponer sanciones sin piedad alguna, como si el poder no fuera pasajero. Al final, Antígona fallece enterrada viva en una cueva, el hijo y la esposa del rey se suicidan por esa circunstancia y Creón pierde la estabilidad emocional para gobernar. Entonces, los viejos sabios y consejeros, viéndolo abatido, dicen que para gobernar debe abandonarse la terquedad; que la sabiduría y la prudencia deben ser las divisas de quien se le confía la terrible responsabilidad de ejercer el gobierno. Claro que eso, en nuestro caso, requiere la sabiduría del doctor Arévalo o la de don Mariano Gálvez en el siglo XIX, aunque eso es mucho pedir. Al final, el rey Creón abandona el poder y se exilia de las fronteras de su reino, Tebas, y dice una frase que da para pensar muchas cosas: “Qué falsos y engañosos son los caminos del hombre”.