Río de Janeiro
DPA

Por el callejón polvoriento se asoma un muchacho en pantalones cortos y chanclas, muy delgado. Gesticula de lejos y de repente queda claro qué lleva en las manos un fusil.

En el Complexo do Alemao es común ver armas. Desde el morro más alto del inmenso barrio de favelas en la zona norte de Río de Janeiro se puede ver gran parte de la metrópoli brasileña, incluso el contorno lejano de uno de los estadios en los que se disputarán los Juegos Olímpicos.

Cuando los forasteros se acercan, el muchacho les pide una identificación y los lleva luego ante el resto de su banda. Varios llevan fusiles y beben cerveza en vasos de plástico.

El jefe sonríe sentado en el escalón de una puerta, acariciando un lagarto rojinegro que descansa sobre sus muslos. La estación más cercana de la Policía Pacificadora (UPP), el cuerpo creado a partir de 2008 especialmente para acabar con la violencia en las favelas de Río, está apenas unos 300 metros más abajo.

«Los policías se meten a veces con nosotros», explica después Paulo Silva, un muchacho de 18 años que es miembro armado del «Comando Vermelho» («Comando Rojo»), una de las bandas que controlan el tráfico de drogas en las favelas. A él lo han herido tres veces, explica Silva (el nombre es un seudónimo) mostrando las cicatrices de bala en una pierna.

La violencia en los barrios marginales es una constante desde hace décadas en Río, la segunda ciudad de Brasil con unos 6.5 millones de habitantes. El conjunto de favelas del Complexo do Alemao fue considerado durante años una de las zonas más violentas de la ciudad. En los últimos años, sin embargo, los esfuerzos de pacificación consiguieron reducir los índices de violencia en las más de 200 favelas de Río, según cifras de las autoridades.

Pero ahora los problemas se han recrudecido en vísperas de los Juegos Olímpicos, reclaman muchos vecinos. «Nuestro mayor problema hoy es la inseguridad», explica Camila Silva. «Todos los días hay tiroteos», lamenta la vecina de Reservatório, una de las favelas del Complexo.

Silva participa con varios otros activistas en una pequeña manifestación frente al Complexo para protestar por la inacción de las autoridades. Ese mismo día hubo varios tiroteos en el morro, los vecinos hablan incluso de un policía herido.

Durante la protesta los vecinos tiran simbólicamente papeles con los nombres de algunas víctimas de los últimos años en un ataúd de cartón. La hija de seis años de Camila Silva lleva una camiseta con la frase «No quiero morir sin estudiar».

A comienzos de julio, la ONG Human Rights Watch cifró en 645 el número de civiles muertos en operaciones policiales en el año 2015 en Río. Y a pocas semanas de los Juegos Olímpicos (del 5 al 21 de agosto), la violencia en las calles de Río vuelve a centrar en estos días a menudo el interés internacional.

Brasil ya ha demostrado con el Mundial de fútbol de 2014 que puede organizar con éxito un gran evento deportivo. Como en otras metrópolis latinoamericanas, la violencia en Río de Janeiro se concentra asimismo en algunas de las zonas más marginales y pasa casi desapercibida en barrios acomodados.

Las guerras entre las bandas de traficantes, las milicias que controlan las favelas y la policía no se sentirán por ello previsiblemente en torno a las sedes olímpicas en Barra da Tijuca, además de en los barrios de Copacabana, Deodoro y Maracaná.

Pero para Brasil, por otro lado, el torneo llega en un momento de crisis. En los últimos días la policía estaba en pie de guerra porque muchos agentes no cobran sus salarios. «Bienvenidos al infierno», rezaba una pancarta en inglés colocada por policías durante una protesta en el aeropuerto de la ciudad. «Quien venga a Río no estará seguro», agregaba.

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