Raúl Fornet-Betancourt
Escuela Internacional de Filosofía Intercultural. Aachen/Barcelona.

 

¿Puede, debe la filosofía consolar?

Esta cuestión no es nueva. Todo lo contrario. Basta con un ligero re­paso de la historia de la filosofía en Occidente, por ejemplo, para com­pro­bar que esta cuestión remonta sus orígenes hasta la antigüedad griega clásica y que desde entonces acompaña el curso del pensamiento filosófico occi­den­tal como una de esas preguntas que, por rozar algo de lo “eterno en el hombre” (Max Scheler, 1874-1928 ), cada época necesita plantear desde su propio horizonte y con sus medios de abordo para mejor determinar lo que el hombre y la mujer de ese tiempo pueden esperar de la fi­losofía.

Así podemos observar que también en nuestros días siente la época y, con ella, la filosofía  la necesidad de volver sobre esta no­ble cuestión y de re­visarla desde su propia constelación reflexiva, como muestran, entre otros testimonios, los debates en torno a la última obra de Jürgen Habermas (Auch eine Geschichte der Philosophie = También una historia de la filoso­fía); una obra en la que el influyente filósofo alemán, sobre la base de una impresionante reconstrucción histórica de las tensiones en las relaciones entre creer y saber en Occidente, ratifica su posición “ilustrada” de que la consolación no es asunto de la competencia de la racionalidad filosófica. Para ello, según su opinión, hay otras fuentes, como las tradiciones de sa­bi­duría religiosa o las religiones.

Con este artículo, pues, nos hacemos eco de la vuelta de esta antigua cuestión. Y por ser una cuestión con larga historia, en las consideraciones que en él presentamos, tendremos que hacer referencia a algún que otro mo­­mento his­tó­rico. Pero ello será como un paso preparatorio, un auxilio, pues la intención principal es la de esbozar una respuesta que toma partido a favor de la capacidad de consolación de la filosofía en nuestra situación de hoy.

Pero no comienzo directamente con la pregunta en cuanto tal, sino con el presupuesto que, a mi modo de ver, la suscita o da sentido a lo que con ella se inquiere. Y es que, a mi juicio, la pregunta de si la filosofía puede y/o debe consolar, supone una comprensión del ser humano según la cual éste es un viviente que, en razón de su condición vital humana finita, vale decir, condición vulnerable corporal y espiritualmente, siente su vida como una realidad que necesita consuelo porque en ella son muchos y muy diversos los momentos que le revelan – para decirlo con Sigmund Freud, (1856-1939) – que, tal como le es dada, la vida le resulta demasiado pesada.

Cabe agregar que con este presupuesto antropológico el plantea­miento mismo de la pregunta por la capacidad o deber de consolación de la filo­so­fía conlleva, de hecho, un claro distanciamiento frente a concepciones del ser humano  que entienden su realidad en clave heroica a la luz de ejemplos de “titanes” como Prometeo o de hijos de reyes como Sísifo y que, olvi­dan­do precisamente que semejantes figuras no son “mortales normales”, invi­tan al hombre a mirar de frente su destino con la conciencia de que es “una vida sin consolación” (Albert Camus, 1913-1960).

Pero lo relevante para la transmisión y el desarrollo histórico de nues­tra cuestión no es el debate con esa tendencia del “titanismo” –­la llamo así por abreviar–, sino el hecho de que el mismo presupuesto que la suscita, es a la vez lo que obliga a la diferenciación de su planteamiento. Pues la suposición de que el ser humano es una existencia necesitada de consue­lo, levanta de inmediato como su correlato obligado esta doble pregunta:

¿Qué tipo de consuelo es el que necesita el ser humano?

¿Y puede la filosofía ofrecer ese consuelo?

De manera que puede decirse que, desde sus primeros comienzos, la pregunta que aquí nos ocupa se mueve en un horizonte que llamaré de do­ble disputa porque, por una parte, está marcado por el esfuerzo de precisar la concepción antropológica que sirve de supuesto, aclarando justamente cuál es el consuelo que necesita el hombre (es decir, si su ser es tal que se contenta, por ejemplo, con que la compañía de un amigo le mitigue el dolor del luto o si  aspira a una consolación integral de la vida finita); y, por otra, por el intento de examinar cuáles son las posi­bi­li­da­des y los límites de la filosofía en relación con la supuesta necesidad hu­mana de con­suelo.

Este marco de doble disputa, en que de hecho se mueve hasta hoy nues­tra pregunta, lo encontramos ya presente en la filosofía griega y romana. Filósofos como Sócrates, Aristóteles, Cicerón o Séneca trazan un complejo mapa cuyas fronteras extremas van desde concepciones de la consolación como disminución del dolor, pues la filosofía no puede más que ayudar a sobrellevar las adversidades, hasta otras que enseñan que la filosofía como “medicina del alma” puede y debe proponer una consolación total que de­vuelva la paz al ser humano. Pero, como se ha subrayado con frecuencia, es la irrupción del cristianismo en el pensamiento occidental lo que hace que este horizonte de doble disputa descubra una nueva dimensión y se con­vier­ta en el medium de resonancia de un acento inconfundible que resuena e influye hasta hoy, como muestra justo el ya citado debate impulsado por Habermas.

Con el cristianismo, en efecto, la necesidad de consolación del ser humano “clama al cielo”, literalmente. Es escatológica, es un “asunto” de Dios; un grito humano, pero que se hace eco de la promesa de consolación que Dios, que es Amor, ha hecho a todo hombre, en tanto que criatura que sufre (Mateo 5,4). Lo que quiere decir que el consuelo que verdaderamente necesita el hombre es el consuelo divino. Y por eso, en el cristianismo, la consolación, propiamente dicha, es un don del Espíritu Santo. Su nombre “El paráclito”, el consolador, el confortador, lo dice todo.

Se abre así otra dimensión de y para la consolación del hombre; una dimensión que anuncia, digamos, una consolación de otra calidad.

Sin embargo ello significa a su vez que con la inflexión que connota su acento el cristianismo hace patente los límites de la filosofía en lo que con­cierne a su capacidad de ofrecer al hombre verdadera consolación, que aquí quiere decir justo consuelo escatológico. No sorprende, por tanto, que gran­des pensadores cristianos en Occidente, como San Agustín (354-430), apre­ciando en alto grado la filosofía, no haya dudado sin embargo en advertir con­tra la soberbia de la que se hace culpable toda filosofía que pretende sustituir la consolación de la esperanza escatológica por visiones de vida fe­liz en este mundo.

Sobre este trasfondo se comprende que la obra más famosa que se ha escrito en la historia de la filosofía occidental sobre este tema, la De con­sola­tione philosophiae, de Severino Boecio (475-525), sea una decidida defen­sa de la fuerza consoladora que le es propia a la filosofía en tanto que sabi­duría de vida que con los medio de la razón muestra al hombre su con­natu­ral integración en el plan universal de la Providencia.

Con Immanuel Kant (1724-1804), sin embargo, por citar otro momento histórico influyente en el desarrollo de nuestra cuestión, vemos reafirmada lo que, también por abreviar, podríamos llamar la línea agusti­nia­na. En efec­to, la respuesta de Kant a sus conocidas preguntas (¿qué puedo saber? ¿qué debo hacer? ¿qué puedo esperar?) que sentencia que a las dos pri­me­ras responden la metafísica y la moral, es decir, la filosofía, mientras que la tercera es asunto de la religión, representa una clara toma de posi­ción a favor de una “división de trabajo” en cuyo marco no caería en el campo de competencia de la filosofía la cuestión de la consolación.

Pero situémonos en nuestro presente y preguntémonos abiertamente cómo debería la filosofía de hoy dar cuenta de la vuelta de esta pregunta.

¿Debería seguir la posición de Habermas que en la línea de Kant pro­pone que la filosofía se mantenga en su terreno reflexivo, en el que de suyo no crece ninguna planta que sirva para consolar; pero, eso sí, abriéndose a un diálogo con las tradiciones religiosas, especialmente a la judeocristiana, y tratando además de transportar sus mensajes de promesas de salvación a su propio lenguaje conceptual secular?

¿O debería más bien la filosofía revisar su historia y preguntarse auto­crí­ti­ca­mente porqué el seguimiento del “seguro camino de la ciencia” (Kant) la ha llevado a una relación antagónica con su herencia sapiencial, de ma­nera que hoy considera como una “desmesura” el que se le pregunte por su propia capacidad y/o deber de consolación?

Para mí, y sin pretensión alguna de desmerecer con ello la propuesta de Habermas ni mucho menos cuestionar su buena intención, debería la filo­sofía hoy hacer lo segundo, esto es, esforzarse por reconciliarse con su tra­dición sapiencial y reconsiderar desde sus potencialidades la cuestión de su misión de consolación en el mundo de hoy.

Y, por los términos en que he planteado esta tarea, se entiende que ella supone que la filosofía debe deponer hoy cualquier complejo de inferiori­dad ante la ciencia y su indiscutible autoridad social para no dejarse para­li­zar por el temor a no ser reconocida como una área más entre los saberes que gozan de la reputación de “científicos”. Esto evidentemente no por afán de recalentar viejas rivalidades sino por respeto y responsabilidad fren­­te a la duda angustiosa de un sentido último para la vida, de una “razón por la que real­mente merezca la pena vivir”, que, hoy como ayer, asalta al corazón hu­mano en tantas ocasiones.

Se permitirá aquí hacer un inciso para aclarar un aspecto que me parece pertinente, necesario, porque el contexto actual global, a pesar de las va­lien­­tes y legítimas reivindicaciones de los defensores del pluralismo episte­mo­lógico, lleva el inconfundible cuño del monismo epistemológico de la cien­cia hegemó­nica y de su consiguiente pretensión cientificista de ser el único campo de experiencias y opciones cognitivas comunicables. Aclaro, pues, que la tarea de recuperación de la filosofía como sabiduría nada tiene que ver con un obstinado movimiento de repliegue hacía aquella “noche” sentimental e in­tuitiva de la que Hegel (1770-1831) decía, con razón, que en ella “todas las vacas son negras”, es decir, no se aboga por retirarse hacia una zona nebu­losa de “vivencias” íntimas, intersubjetivamente ape­nas comunicables. La sabiduría, dicho en la línea metafórica de Hegel, pertenece al “día”, al “diario” de la vida y convivencia humanas; y, como tal, lleva consigo más respaldo intersubjetivo y fuerza de convocación comunicativa que muchos descubri­mientos científicos. Ejemplos claro de ello son los “refraneros” de los pue­b­los del mundo como documentos co­munitarios de memoria sapiencial com­partida en el caminar la vida. Hasta aquí el inciso.

Se entiende igualmente que la tarea de recuperarse a sí misma como sabiduría no es una perspectiva de trabajo que la filosofía deba afrontar con el fin autocomplaciente de tomar conciencia de sí misma como depositaria de saberes sapienciales, sino con el propósito de radicalizar su compromiso con el mundo actual, esto es, de intervenir en su curso para contribuir a subvertirlo con la fuerza refundadora de la sabiduría.

¿Y cómo podría hacerlo?

Entre otras maneras, asumiendo la responsa­bi­lidad de una interlocutora social y personal que confronta a su época y a sus contemporáneos en concreto con palabras de memoria sapiencial (amor, bien, paz, equilibrio, mesura…) que son como brújulas que indican el camino hacia la otra orilla de una existencia con y en el sentido de la vida. Son así estas palabras, aunque resuenen hoy como memoria que viene de lejos, anuncio del buen suceso que todavía nos puede pasar; apertura de caminos por recorrer; y, con ello, fuente de consolación ante los agobios y las carencias que ellas mismas nos ayudan a identificar es su verdadero origen y significado.

Este sería, por tanto, un ejemplo concreto de la forma en que la filosofía puede y, a mi juicio, también debe cumplir hoy con el encargo de consola­ción que conlleva su “ministerio”.

Debe, por lo demás, quedar claro que esta defensa de la filosofía como fuente de consolación no se hace para restar ni para competir –la compe­tencia, por lo general, res­ta–, sino para sumar memorias de confortación en la noble tarea de acom­pañar al ser humano justo en aquellas situaciones en las que “los golpes en la vida” (César Vallejo, 1892-1938) amenazan con se­car su espíritu.

PRESENTACIÓN

En contra del cliché, según el cual la filosofía es solo un ejercicio contemplativo, Raúl Fornet-Betancourt nos recuerda en el texto principal de nuestra edición una de las funciones esenciales de la filosofía: la consolación.  Para ello, el filósofo explica el interés que desde Boecio (o antes con los estoicos griegos) ha despertado entre los pensadores el ánimo por repensar la tarea reflexiva.

Más allá del trabajo arqueológico presentado por el intelectual, nuestro pensador clarifica el concepto “consolación”, distinguiéndolo del significado escatológico propio de la doctrina cristiana.  Así, en límites más modestos, se trataría de situar el esfuerzo filosófico “consolador” desde la sabiduría que le es común.

El contenido puede resumirse de la siguiente manera:

Se entiende igualmente que la tarea de recuperarse a sí misma como sabiduría no es una perspectiva de trabajo que la filosofía deba afrontar con el fin autocomplaciente de tomar conciencia de sí misma como depositaria de saberes sapienciales, sino con el propósito de radicalizar su compromiso con el mundo actual, esto es, de intervenir en su curso para contribuir a subvertirlo con la fuerza refundadora de la sabiduría”.

Conforme el texto, la función que plantea Fornet-Betancourt no es nueva porque se ubica en la línea de la crítica y la subversión que gesta, con su aporte, espacios de liberación.  Quizá se trate de ese “ministerio” filosófico (como lo sugiere el académico) irrenunciable y necesario en contextos donde resulta insoportable la levedad del ser.

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