Juan Manuel Castillo Zamora

Sobre la quinta calle, del Centro Histórico, caminan sigilosamente una veintena de penitentes, cubren su rostro con una capucha morada y visten su túnica talar del mismo color. Van con cadencia, como si sobre sus hombros cargaran un pesado madero.

La tétrica procesión se aproxima con solemnidad a la séptima avenida. Atrás ha quedado la parte trasera del Palacio Nacional, continúan con firmeza y determinación, buscan el templo mercedario, que les espera rojizo, bajo una luna llena que se asemeja a la de nissan.

Una cruz alta antecede el paso de los cucuruchos y el silencio sepulcral solo es interrumpido por el sonido de las matracas, el tambor y el xijolaj.

Las crónicas del ayuntamiento de finales del siglo XVI describieron escenas como la narrada en los párrafos anteriores. “Los hombres iban vestidos con una túnica morada, con una esclavina blanca al estilo de los penitentes de Santiago de Compostela y los criollos nobles iban ataviados como penitentes, portando cucuruchos negros, túnica y alba negra que les cubría el rostro”, escribió el historiador Celso Lara.

En efecto el surgimiento de las procesiones mismas sigue muy de cerca los colores y el simbolismo de la Cuaresma y Semana Santa definida por el Concilio de Trento entre los años 1559 y 1565.

Pero la escena descrita ocurrió hace apenas unas semanas, durante una manifestación de piedad popular organizada por un grupo de cucuruchos, cuya identidad se desconoce. Toma relevancia en un contexto pandémico, con la cancelación de las procesiones de Cuaresma y Semana Santa por segundo año consecutivo.

Los detalles de la organización de aquella solemne procesión, llevada a cabo en el marco del tricentenario de la declaración de Jesús Nazareno de la Merced como patrón jurado contra las calamidades, continuarán en el misterio. La noche del 27 de febrero alrededor de las 22 horas la marcha fúnebre La Reseña fue interpretada por un grupo de músicos en la 5 calle y 10 avenida A de la zona 1.

La veintena de penitentes se postró frente al neoclásico templo mercedario e hizo guardia por espacio de dos horas. A las 0 horas del domingo 28 de febrero, sonó Señor Peque de Monseñor Joaquín Santa María y Vigil, le sucedió La Granadera, de autor desconocido. Con ello culminó un homenaje discreto pero cargado de simbolismos.

Con ese acto penitencial se demuestra que las manifestaciones de piedad popular transcienden las restricciones impuestas por la jerarquía católica y que le pertenecen al pueblo.

Los cucuruchos no requieren de permisos, ni respaldos institucionales para salir a las calles y manifestar su devoción. Desde luego que este no es un llamado a la insurrección, ni mucho menos a sacar procesiones masivas en un año donde la seguridad sanitaria aún está en tela de duda y donde la enfermedad de la Covid19 sigue infectando y matando a los guatemaltecos.

El simbolismo pasa por la importancia de la piedad popular para los pueblos, incluso en años turbulentos. Lo que ese grupo de conjurados hizo fue demostrar su fervor y devoción hacia una imagen que es un ícono para la historia del país.

Las capuchas en la historia

Tal como lo expresó alguna vez Celso Lara, los atuendos penitenciales solían cubrir el rostro de los penitentes. Los Gobiernos liberales prohibieron el uso de los sombreros cónicos que cubrían el rostro.

El historiador y antropólogo Mauricio Chaulón Vélez explica que en los años 1879 y 1882 se insistió en la prohibición de que los cucuruchos fuesen con el rostro cubierto.

“Los gobiernos liberales, dentro de la lógica de normar el sentido de nación, ven en la prohibición un intento de buscar hacerla más ilustrada y justifican su accionar en supuestas quejas de la gente, pero en realidad lo hacen en el marco de las prácticas del conservadurismo”, acota.

El especialista refiere que en tiempo del obispo Ricardo Casanova y Estrada por el 1897 se retoma la tradición penitencial de cubrir el rostro con el tradicional sombrero cónico del cucurucho.

No obstante, la utilización de esta indumentaria penitencial se erradicaría definitivamente en tiempo del dictador Manuel Estrada Cabrera, quien con ayuda de su aparato de inteligencia, descubriría en la Semana Santa de 1908, que un grupo de personas se habrían organizado para asesinarle en medio de la procesión del Santo Entierro del templo de Santo Domingo del Viernes Santo.

En aquel año un grupo de insurrectos había planificado atentar contra el dignatario cuando la procesión pasara por la casa del presidente. Aquella conjura fracasó y días antes del atentado se capturó a los insurrectos.

En el contexto de la religiosidad popular vemos que, la utilización de las capuchas o capirotes cónicos que cubren el rostro de los penitentes durante las procesiones de la Semana Santa, han sido prohibidas en más de una ocasión.

No obstante, la historia reciente de las tradiciones de la época han surgido algunos intentos por volver a la praxis de cubrir el rostro, pero se ha limitado a pequeños escuadrones de nazarenos que portan los símbolos de pasión o las estaciones del Viacrucis durante las procesiones de la Semana Mayor.

De hecho la legislación guatemalteca (Decreto 41-95) prohíbe la utilización de capuchas. La misma fue aprobada en 1995 cuando Efraín Rios Montt presidía el Congreso de la República, aunque paradójicamente sus propios correligionarios utilizaron capuchas en una violenta manifestación en julio de 2003, conocida como jueves negro.

A 113 años de la prohibición de los sombreros cónicos que cubrían el rostro, pocos han sido los cucuruchos que han desfilado por las calles del Centro Histórico con una capucha que esconde su identidad.

En la mayoría de los casos los pequeños escuadrones que caminan con el rostro cubierto forman parte de un subgrupo de una asociación o cofradía penitencial.

Lo ocurrido el 27 de febrero toma ciertos matices, pues los penitentes no pertenecían a ninguna asociación o cofradía, su manifestación pública la hicieron en un contexto pandémico, en un año donde no se esperaban cucuruchos en las calles.

En ese contexto el valor simbólico de ese acto de fe y devoción toma una relevancia trascendente que pasará a la historia como la noche en que unos conjurados decidieron homenajear a la imagen de sus amores.

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