Raúl Fornet-Betancourt
Escuela Internacional de Filosofía Intercultural. Aachen/Barcelona.
“Yugo y estrella” es el título de una de las poesías que componen los Versos libres de José Martí. Un título con el que el poeta cubano quiso representar las “insignias” que simbolizan la encrucijada fundamental ante la que se encuentra el hombre en la vida a la hora de decidir el camino de su forma de ser y de actuar, al mismo tiempo que indicar también que la decisión realmente humana, sabia, es la de aceptar como hermanas esas dos “insignias de la vida”. Pues, según la enseñanza de Martí, la luz de la estrella luce mejor cuando el hombre está de pie sobre el yugo.
Con el título del presente artículo recurro, pues, a la simbología y a la enseñanza de esta poesía de Martí para indicar de entrada con ello que las reflexiones sobre la soledad que propongo a continuación –y con las que vuelvo expresamente sobre un tema mencionado ya varias veces en otras contribuciones para este Suplemento Cultural, pero siempre dejado “para otra ocasión”– son consideraciones animadas por la intención de motivar a repensar nuestro trato actual con la soledad, presentando precisamente la idea de que una convivencia humana y sabia con la soledad requiere aceptarla en la inquietante tensión interna que conlleva su doblez de “noche” y “luz”, o, siguiendo la simbología martiana, de “yugo” y “estrella”. Porque, como intentaré mostrar en estas líneas, pienso que la experiencia de la soledad despliega todo su potencial como escuela de humanización (lo escribo en cursiva para resaltar que con ello me refiero a perfeccionamiento ético), solo cuando se asume que es vivencia que tensa la vida humana entre dos esferas que aparentemente se contradicen. En otras palabras: Quiero dar a pensar que si es cierto que no hay verdadera humanización sin soledad, ello depende sin embargo de que el hombre se prepare a no separar en sus experiencias de soledad el “yugo” de la “estrella”, y de que se disponga a la convivencia con esas dos dimensiones como experiencias que se respaldan y se necesitan mutuamente para revelar su pleno sentido humanizador.
Para que se vea mejor el hilo de esa idea central a la que apunto en estas reflexiones, esbozaré, sin embargo, en un primero paso, esos dos polos de la soledad por separado. Luego, en un segundo momento, argumentaré a favor de la humana necesidad de vivirlos no desde el sentimiento de la oposición de lo que se contradice, sino justo desde la interacción de lo que, si bien en inquietante tensión, se copertenece y corresponde.
Empiezo por el momento del “yugo”.
En otra poesía, de Flores del destierro, que lleva el elocuente título de “Vivir en sí, qué espanto”, confesaba Martí: “La soledad ¡qué yugo!” Y podemos añadir que se trata de un “yugo” que conoce múltiples formas de espanto. Pues muchas son las formas en que la carga de la “soledad yugo” puede caer con su espanto sobre los hombros de cualquier ser humano. Son las formas de aquellos “golpes en la vida” de los que hablaba el peruano César Vallejo, y que dan a la “soledad yugo” cargas singulares, difíciles de llevar y soportar.
Sin pretensión alguna de ofrecer un elenco de las mismas, menciono las siguientes para ilustrar algunas de sus caras y pesares: la soledad del que se va quedando solo por la pérdida de los seres queridos o por enfermedad, la soledad del rechazado o incomprendido, la soledad del decepcionado, la soledad del que se ve sin apoyos en su vida o la del que ha perdido la esperanza. Tales formas, me parece, muestran que, en efecto, la “soledad yugo” es un “reino helado”, para decirlo con la metáfora del poeta español Federico García Lorca.
Por eso es más que comprensible que desde milenios tanto tradiciones religiosas como seculares coinciden en sentenciar que “no es bueno que el hombre esté solo”, como se nos dice en el relato del Génesis de la Biblia, o como afirmaba Aristóteles al explicar en su Política que la soledad es un estado que puede convenir a bestias o a dioses, pero no a los humanos. Y tampoco está de más hacer notar aquí que la sabiduría de sentencias semejantes sobre la soledad se refleja en nuestro mismo lenguaje cotidiano. Se recodará, por ejemplo, que el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia apunta como uno de los significados de “solo” la falta de amparo, socorro o consuelo en las necesidades o aflicciones.
De donde se sigue que la “soledad yugo” no es un programa o un proyecto que se elige. Es un estado en el que el hombre “cae”, abatido por algún “golpe en la vida”. La “soledad yugo” se padece y hace padecer, sea ya por la mudez o sordera, por el desarraigo o aislamiento, o por el olvido o la ausencia de lazos que implican sus diferentes formas. Por ello, recordemos de nuevo la sabiduría del lenguaje común, soledad quiere decir también en nuestro idioma, “lugar desierto”, que aquí podríamos traducir, parafraseando una conocida sentencia de Jean-Paul Sartre, como el lugar donde el infierno no es el otro sino el propio yo.
Con esta sombría realidad existencial que tiene su hontanar en la “soledad yugo” contrasta la dimensión de realidad luminosa en la soledad que se anuncia al ser asociada con la otra “insignia” de la vida: la “estrella”. La presento a continuación, también en unas brevísimas pinceladas. Mas no sin antes señalar como trasfondo a tener en cuenta esta idea: el respeto al sentido de la dura, con frecuencia dramática, realidad de la “soledad yugo” y, más en concreto, del sufrimiento de las personas que la padecen debería ser un referente crítico que nos alerte frente a la parcialidad ambigua de aquellas visiones de la soledad humana que identifican y restringen su esfera luminosa –o sea lo que aquí llamo “soledad estrella”– a las formas de soledad elegida voluntariamente como centro para la realización de un ideal de vida en distanciamiento del mundo, sea ya por amor a Dios a la ciencia o a las artes.
Empiezo, pues, advirtiendo que “soledad estrella” no quiero significar ni única ni principalmente la soledad que se encarna en las antes aludidas formas de “vida solitaria” o “vida retirada”. Formas de soledad que desde muy antiguo se vienen elogiando como el camino preferible para gozar del apacible reposo en sí mismo y vivir como un hombre sabio; tal como se puede ver, por ejemplo, en las Cartas de Séneca, en obras como De vita solitaria, de Petrarca, El régimen del solitario de Avempace, o en la conocida “Oda a la vida retirada”, de Fray Luis de León, en la que se escribe:
“Vivir quiero conmigo, / gozar quiero del bien que debo al cielo / a solas, sin testigo…”
Debe quedar claro, sin embargo, que con esta advertencia no se pretende restar valor a la “vida retirada” y sus diversas formas como lugar de luz. Ello sería, sin duda alguna, un desacierto; precisamente en un contexto como el que ha construido la civilización hegemónica en el mundo presente con su obstinado culto al ruido y a la exhibición. ¿Quién, pregunto de manera retórica, que haya conservado algo de su capacidad de juicio, podrá dudar de que en semejante ambiente las formas de soledad de la “vida retirada” representan lugares de recogimiento que alumbran al hombre en su búsqueda de plena humanización?
La intensión es, por tanto, como dije arriba, avisar de que esas formas de soledad no son el único asiento vital de la “soledad estrella”. Dicho en positivo: La advertencia quiere subrayar la anchura y soltura de la “soledad estrella”.
Y en tal sentido continúo su breve presentación destacando que en sus experiencias se hace notar como la soledad que no aísla, pero que sí aleja al hombre de las cercanías que lo sostienen (¿o tendría que decirse mejor: que atan su yo?), al dejar traslucir las regiones remotas de su ser. La “soledad estrella” sería así una soledad que abre a las lejanías e invita a la dilatación del corazón humano. El hombre que hace su experiencia no es, pues, ni su medida ni su tono ni su fondo. Cierto es lo contrario. Porque, como indica su nombre, es ella la que con su luz que se difunde hacia otras constelaciones, anuncia nuevas dimensiones, nuevos tonos y fondos para la soledad de la realidad humana.
Otro rasgo característico, que comprendo como una consecuencia del anterior, consiste en que la “soledad estrella”, a diferencia de la “soledad yugo”, no hace sentir su experimenta como un estado en el que el hombre parece quedarse “plantado” en su disminuida realidad, sino más bien como una intuición de crecimiento y comunión (recuérdese aquí lo dicho sobre su anchura y soltura). La luz de la “soledad estrella” aparece así como el medio que posibilita la visualización de promesas de desahogo.
Y unido a este rasgo diría todavía, para redondear este esbozo, que otra de las características propias de esta esfera de la soledad radica en que es una soledad que no tiene su opuesto en la compañía ni en la sociedad sino en la opacidad y oscuridad propias de la vida o convivencia humana que ha sido aplanada por el peso de las trivialidades del sistema hegemónico. La “soledad estrella” implica, por el contrario, un movimiento hacia la diafanidad de la vida y convivencia humanas.
Se permitirá que, antes de pasar al segundo momento de este artículo, haga observar que la posibilidad de la “soledad estrella”, concretamente en la forma de exigencia de diafanizar la vida singular, es una experiencia que habla en contra de la plausibilidad de la tesis de Ortega y Gasset que define al hombre como “soledad radical”. Pues la diafanidad hace ver justamente que las “raíces” del ser humano llevan lejos y que, por tanto, la radicalidad de su “yo” se queda corta, si busca las raíces en su individualidad sola. Debo indicar, por otra parte, que objeción a la tesis de Ortega, que formuló ya María Zambrano, remite a un conflicto de antropologías del que aquí no puedo mencionar más que el aspecto relevante para comprender la base de esta acotación: Mi objeción a la “soledad radical” supone que la concepción moderna del hombre como “sujeto” o señor de sí mismo, a la que la tesis de Ortega paga tributo, fragmenta en vivencias aisladas la experiencia de la soledad. Pero paso al segundo punto.
Decía que en este momento se trataba de argumentar a favor de la tesis que resumo con el título de este artículo y que propone que la soledad es fuente de humanización si en las experiencias que de ella hacemos, sobre todo cuando nos sobrecoge con sus formas de “soledad yugo”, vislumbramos las señales que remiten a la conexión de fondo con la correspondiente otra esfera. Una experiencia de la vida cotidiana me servirá para ilustrar lo que quiero decir y también para explicar mi propuesta de repensar nuestro trato con la soledad: Así como las estrellas, aunque tiene luz propia, necesitan sin embargo del caer de la noche para que su luz pueda ser vista por nosotros, así necesita la “soledad estrella” la “noche” del “yugo” para dejar ver todo el esplendor de su luz, a la vez que la sombra del “yugo” necesita de la luz de la “estrella” para que el hombre sienta su carga con el pesar sobrecargado de aquello en cuyo dolor pesa también, justo en la forma deficiente de la ausencia, la existencia de lo que falta, aquí: amistad, compañía, amor, comprensión, etc.
Tales experiencias de la soledad en la tensión de sus dos esferas – que son experiencias que suponen como condición de su posibilidad que el hombre no huya ante el sobrecogimiento que produce la soledad sino que lo acoja – son, a mi modo de ver, experiencias que testimonian que la soledad no es un “bien” sin más ni, en consecuencia, un fin en sí misma. Ciertamente, sin soledad no hay solución para muchos de los problemas que tanto social como existencialmente aquejan al hombre actual y a nuestras sociedades en general. Pero esto es cierto no porque la soledad sea la solución, sino porque ayuda al hombre de hoy a descubrir, valga la metáfora, la reserva secreta de provisiones todavía disponibles para fortalecerse en su camino de búsqueda de formas más humanas de vida y convivencia; por las que entiendo aquí en concreto formas que, con la luz de la estrella restauran los arrimos que se necesita todo hombre para lidiar con el “yugo” y ponerse de pie sobre él.
Para terminar, vuelvo sobre la intención de este artículo. Decía que su intención era la de motivar a repensar nuestro trato con la soledad. Y espero que por lo expuesto haya quedado claro que tal propuesta se hace en el sentido de revisar el fondo último desde el que decidimos qué hacemos con nuestra vida y convivencia.
PRESENTACIÓN
Si nos atenemos a Marx en su ya célebre Tesis sobre Feuerbach, la famosa tesis 11, “los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Lo del pensador alemán era una crítica agria a la filosofía según los cánones de la tradición filosófica ortodoxa cuya función principal radicaba en la comprensión desnaturalizada del mundo. La disciplina, desde ese ejercicio, se constituía en una especie de “flatus vocis” del todo prescindible.
El texto de Raúl Fornet-Betancourt que presentamos en nuestra edición de hoy, sin embargo, ofrece la convicción contraria: la posibilidad de que la filosofía opere en función de la transformación de la persona humana. Cambios de conducta originados en el sujeto como germen de modificaciones más estructurales. Para ello, su reflexión sobre el proceso humanizador de la soledad es fundamental.
Nuestro filósofo examina la experiencia de la soledad para, más allá de la comprensión de su naturaleza, destacar su valor. Asumirla requerirá no solo despojarse de consideraciones que la afectan y restan valor, sino de las actitudes temerosas que nos impiden sacarle provecho. Así, la tarea de Raúl será también pedagógica, dando luces para el establecimiento de una moral de mayor desarrollo humano.
Dejaré que sea el filósofo el que indique sus intenciones últimas:
“Para terminar, vuelvo sobre la intención de este artículo. Decía que su intención era la de motivar a repensar nuestro trato con la soledad. Y espero que por lo expuesto haya quedado claro que tal propuesta se hace en el sentido de revisar el fondo último desde el que decidimos qué hacemos con nuestra vida y convivencia”.
Que la lectura de nuestra propuesta editorial convenga a sus intereses. Un saludo y hasta la próxima.