El argumento ontológico
Rene Descartes ha sido considerado el «padre de la filosofía moderna» (Hegel) y es, sin duda, el iniciador de la filosofía subjetivista tan característica de la modernidad. En el siguiente texto Descartes expone una “prueba” de la existencia de Dios que no necesita para nada de la naturaleza (como las de Santo Tomás), sino que parte simplemente de las ideas que encuentro en la conciencia. En el momento en que Descartes expone esta demostración, todavía no ha hallado ningún argumento que demuestre la existencia del mundo exterior: demostrará antes la existencia de Dios que la del mundo natural. (*) * González Antonio. Introducción a la práctica de la filosofía. Texto de iniciación. UCA Editores. San Salvador, 2005.
Lo que me parece que ahora he de tratar especialmente es el hecho de que encuentro en mí innumerables ideas de ciertas cosas que no sean nada; y aunque las piense a mi arbitrio, no las invento yo, sino que tienen una naturaleza verdadera e inmutable. Cuando, por ejemplo, me imagino un triángulo, aunque quizá tal figura no exista fuera de mi pensamiento en ninguna parte, posee sin embargo una determinada naturaleza, o esencia, o forma, inmutable eterna, que no ha sido creada por mí, ni depende de mi mente; como se evidencia del hecho de que no se puedan demostrar varias propiedades de este triángulo, a saber, que sus tres ángulos son iguales a dos rectos, que el máximo ángulo está colocado junto al máximo lado, y otras semejantes que he de reconocer quiera o no, aunque no haya pensado sobre ellas antes en ningún modo cuando me imaginé el triángulo, ni en consecuencia las haya inventado yo. (…).
Si sólo por el hecho de poder extraer de mi pensamiento la idea de cualquier cosa se sigue que todo lo demás que percibo claramente referente a ella se refiere a ella en realidad, ¿no se puede obtener de aquí un argumento para probar la existencia de Dios? Ciertamente, encuentro no menos en mí su idea, es decir, la idea de un ente sumamente perfecto, que la idea de cualquier figura o número; y me doy cuenta de que no menos clara y definidamente atañe a su naturaleza el que siempre exista, que lo que demuestro de un número o de una figura atañe a la naturaleza de ellos; por lo tanto (…) en el mismo grado de certeza debería estar en mí la existencia de Dios en que lo estuvieron hasta ahora las verdades matemáticas.
Con todo, esto no es evidente a primera vista, sino que incluso tiene cierta apariencia de sofisma. Estando acostumbrado a separar en las demás cosas la existencia de la esencia, me persuado fácilmente de que aquélla se puede separar de la esencia de Dios, y que por tanto se puede pensar a Dios como no existente. Sin embargo, si se presta un poco más de atención aparece manifestante que la existencia no menos puede separarse de la esencia de Dios que de la esencia del triángulo la magnitud de los tres ángulos iguales a dos rectos, o de la idea de cerro la idea de valle, de modo que no menos repugna pensar en Dios (es decir, un ente sumamente perfecto), a quien falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), que pensar un cerro al que le falte un valle.
Por tanto, del hecho de no poder pensar a Dios privado de existencia, se sigue que la existencia es inseparable de Dios, y consiguientemente que Este existe en realidad; no porque lo cree mi pensamiento o imponga una necesidad a alguna cosa, sino porque la necesidad de la cosa misma, es decir, de la existencia de Dios, me obliga a pensarlo: ya no tengo libertad de pensar a Dios sin existencia, así como sí tengo libertad de imaginar un caballo con alas o sin ellas.
(Tomado de las Meditaciones metafísicas, 1641)