Álvaro Montenegro
Escritor

Al ver las capitales de los grandes imperios no puede uno dejar de pensar en la miseria humana en cuyos hombros se ha labrado la edificación de una cultura, desde lo espiritual hasta las avenidas recogidas legendariamente por los mejores cartógrafos de los tiempos. Esta es la colonización que ha expropiado tierras y fortalecido la esclavitud y la pobreza, lo que ha quedado en los países invadidos.

Uno lo puede ver en la historia humana misma, en donde el poder se ejerce hasta donde exista una pared que lo detenga. ¿Qué manos construyen los palacios, las gigantes catedrales? Como resultado de esta sustracción de los recursos desde hace cientos de años, podría decirse que en algún punto la migración se dispara de regreso, conectando a imperio-esclavo de forma indivisible, fundiéndose como asesino y asesinado por el resto de los días. Les une el lenguaje y el destino para bien y para mal. Hablar el mismo idioma facilita que las personas busquen esa “madre patria”, como se le conoce a España en lugares de América. Hay costumbres, nombres, apellidos similares.

El imperio en sí ha canalizado su energía de manera estratégica y organizada para crecer y procurar el bienestar de los suyos. Emana, desde este espacio geográfico y político, una visión particular, que no brota en otras latitudes. Las condiciones geográficas a veces ayudan, obligan a crear, como en Inglaterra, que al ser una isla logró dominar los siete mares. En Holanda, por su parte, aprovecharon la planicie para que el viento avorazado pusiera a andar a los mejores molinos y con un tornillo asombroso construyeron flotillas varias veces más rápidas que las de los mismos británicos. Conquistaron colonias y se quedaron con pocas. Desde su tradición mercante, prefirieron venderlas y afianzarse en el comercio y los navíos.

Estos países-imperios se ufanan de sus hazañas, de las colonizaciones míticas y en cuadros colgados en los inmensos museos se relatan estas epopeyas. En estos edificios, altos y engorrosos, como palacios, en los lienzos, se ve, por ejemplo, el anaranjado del fuego de los cañones cuando salen bombas de las ventanas en las partes laterales de los barcos de madera. Todas las naves, a menos que hayan caído, lucen erguidas y orgullosas, con abundantes figuras garigoleadas para espantar a los enemigos.

La sangre se diluye en la turbulencia de las olas pero han quedado los recuerdos inmortales en los ojos de los gavieros quienes después les contaban las historias a los artistas del pueblo cuando los recibían entre abrazos y viandas. Las novias ansiosas esperaban a los guerreros con semejante desazón de no saber si vivirían o morirían en los viajes hacia las conquistas, hacia la inmortalidad, hacia el honor, hacia los valores que el imperio diligentemente se encargaba de martillar en las almas de los habitantes para que estuvieran dispuestos a darlo todo.

La gente, si es que no viajaba a la fuerza, estaba dispuesta a abandonar a sus familias en la intemperie, a entregar la vida y los pies y las falanges de los dedos en plena batalla por algo mucho más que un ideal, una interiorización de un relato incapaz de ignorarse, la construcción de una nación como ninguna otra, la mejor de todos los tiempos, la más feroz; ese imperio defendido con las manos propias que sangran en el combate al levantar las anclas y ensartar lo que tenga que ensartarse en cualquier cuerpo con tal de vencer y alzar la bandera, luego de haber arrebatado el pabellón extranjero, en el punto más alto del territorio enemigo.

La historia es de guerras, nos dijo una vez un militar en un curso de derecho internacional humanitario. Yo no quise creerle pero la tradición, una y otra vez, nos demuestra estas pugnas, este dominio sobre el otro. Esto está claro para los vencedores pero no quieren admitir el revés de estas incursiones que ellos mismos han comandado. Al saquear un lugar, este lugar no se olvidará del saqueador. Y tarde o temprano, como diría Zizek, se desata esta nueva lucha de clases. Entre colonizados y colonizadores. Migrantes y recibidores.

Vemos, en estos días, cómo los países africanos “invaden” (como llaman a la migración los ultranacionalistas) la vieja Europa y los latinos viajamos más que nunca hacia Estados Unidos. Las políticas de los diferentes países se basan primordialmente en contener la migración, ya sea las causas que la provocan o cualquier paliativo, como hizo Trump con los convenios de “tercer país seguro” vendiéndose hacia su población como el adalid antimigratorio.

La vida da vueltas pendularmente y ahora se observa una crisis humana, entre lo que quieren demeritar llamando globalismo versus la idea de construir muros para que la gente deje de avanzar hacia las grandes ciudades occidentales que concentran la plata y el oro, que no han tenido sino que han conseguido gracias a los valerosos saqueos de lo que ellos mismos llaman “el tercer mundo”.

La migración es empujada desde el inicio de los tiempos y no ha sido jamás detenida. El impulso de la vida vence cualquier limitante y, aunque muchos mueran en el camino, habrá millones de migrantes que llegarán a las nuevas tierras para subsistir y ninguna ley podrá detenerlos, ya que es el río ininterrumpido de la existencia.

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