Mario Roberto Morales
Miembro de número de la Academia Guatemalteca de la Lengua, correspondiente de
la Real Academia Española
Dicen que en los dorados tiempos del matriarcado, a nadie podía importarle quién era su padre porque la intensa práctica poligámica de las madrecitas impedía que hubiese manera de saberlo. Luego de que el primigenio conocimiento de las bromas pesadas que suele jugarnos la genética determinara la instauración del tabú del incesto, las tribus se reunían (a menudo después de guerrear por territorios) para
intercambiar mujeres, lo cual ocurría mediante alegrísimas y prolongadas bacanales que aseguraban el nacimiento de niños sanos y sin los defectos que acusaban los que eran engendrados y concebidos entre familiares dentro de la cerrada comunidad tribal.
Dicen también que la monogamia se convirtió en una forma predilecta de castigo que se aplicaba a quienes violaban el tabú del incesto, encerrándolos en un hogar, condenados a tenerse sólo el uno al otro, mientras los demás se dedicaban aplicadamente a engendrar y concebir niños bellos, fuertes y sanos. Se afirma que cuando los hombres fueron capaces de acumular riqueza, empezaron a preocuparse por la transferencia de sus bienes en la hora de su muerte, y decidieron que dejarían su herencia sólo a quienes fueran hijos suyos. Y para asegurarse de que esto ocurriera así, hubo necesidad de que la poligamia no fuera practicada más que por los hombres, y fue por eso que éstos inventaron la familia y, con ella, la virtud femenina de la virginidad como un valor que enaltecía a la mujer en tanto ser sacrificado, haciéndola receptáculo de la bondad, la belleza y la abnegación. La familia fue, pues, la institución que viabilizó la continuidad consanguínea de la propiedad privada. Y la mujer, el pivote crujiente sobre el que se erigió el yugo familiar. El patriarcado nacía y el matriarcado agonizaba. Todo, sancionado por una nueva institución encargada de decidir lo que habría de hacerse con el excedente productivo: el Estado. De aquí que se afirme también que la monogamia como conducta socialmente aceptada y buena es reciente en la historia de la humanidad, al igual que el patriarcado, la familia y la misma propiedad privada. No se trata de disposiciones divinas sino de construcciones ideológicas para perpetuar una forma de poder. Por ello, quienes transgreden estas instituciones y sus correspondientes moralidades, son considerados inadaptados o antisociales, y se les castiga con la pena de la marginalidad respecto de lo bueno, lo bello y lo civilizado. Si todo lo que se dice fuera cierto, habría que aceptar que los instintos se hallaban en mucha mejor situación social en tiempos del matriarcado que en los del patriarcado, ya que, ahora, los mismos deben ejercerse en forma oblicua y clandestina, lo cual los impregna de un inmerecido tinte de ilegitimidad que siempre viene asociado a la culpa cristiana, haciendo del seguimiento de los pasos de la naturaleza un delito en contra de la civilización. Por eso suele afirmarse también que la civilización se opone a la naturaleza, a los instintos, al impulso; ya que pretende normarlos y ordenarlos, lo cual equivale tanto como a parar el caudal de un río con las manos o a impedir el crecimiento de una raíz de ceiba con un vulgar bloque de cemento. Siguiendo esta lógica, la asociación del ejercicio de la poligamia con la culpa quizás vendría a ser la perversidad más grande que ha perpetrado la humanidad en contra de sí misma. Por lo cual, la religión, la política, el mercado y las ideologías (es decir, la civilización tal como la conocemos) no pueden jamás ser instrumentos de emancipación del tribalismo caníbal que impera en el siglo XXI, pues es obvio que un tribalismo sin matriarcado no puede ser un tribalismo feliz. Esto, debido a que la necedad egoísta de querer estar seguros de su paternidad, hace de los hombres los respetables antropófagos de la actualidad, considerados por el vulgo tanto más virtuosos cuanto más legitimados estén por la religión, la política, el mercado y las ideologías. La inútil obsesión monogámica vendría a ser entonces uno de los inequívocos signos de la decadencia de las civilizaciones actuales. Pero lo más sorprendente no es esto, sino lo increíblemente hermosa, placentera y plausible que resulta ser la obvia solución a nuestros males, así como el carácter terriblemente absurdo y suicida de la aplicada renuncia que a esa solución hacen, con lujo de cotidiana impudicia, los respetables hombres y mujeres de buena voluntad.
Vea aquí nuestro suplemento cultural completo