Méndez Vides
Escritor
Hay accidentes geográficos recurrentes en las novelas de Carlos Cortés, como el río Torres, que no ubico sino en la imaginación, pero corre como una cloaca reveladora por algún lado detrás de la Biblioteca Nacional, de la Penitenciaría, de la Fábrica Nacional de Licores o del zoológico, como signo intacto o faro de la búsqueda de identidad de una generación deslumbrada de mundo que sucumbió ante la aparente “pequeñez”, sintiéndose huérfanos de lo grande, ausentes en la utopía revolucionaria, y huérfanos del poder y de la Historia.
En Cruz de Olvido Carlos Cortés acuñó al inicio y al medio de la novela aquella cita de: “nada había ocurrido (…) desde el Big Bang en aquella mediocracia nuestra de todos los días”. Entendiendo que en la vecindad, Nicaragua había vivido una revolución, y que Panamá tuvo lo suyo con Torrijos, y el resto de naciones centroamericanas ardían, mientras Costa Rica era un “invisible” oasis de paz, un alivio “inaprensible localmente” para el reposo de los revolucionarios que llegaban a experimentar el exilio o a conspirar. El narrador expresaba en su primera gran novela un cierto sentido de vacío.
Más adelante, en Larga noche hacia mi madre, el autor descubrió que no se necesitaba vivir turbulentas experiencias sociales cuando la pasión se encontraba próxima, y así escribe la vivencia del “hijo póstumo” que regresa de París a encontrarse en San José con su propia historia. Novela fuerte que ya estaba anticipada desde aquel capítulo XI de El Vampiro de Hatillo, de Cruz de olvido, que bien pudo llamarse El Vampiro del Torres, por el río que tantas imágenes brinda a su creación.
En aquella primera novela, Cortés alienta la imagen pacífica de la vanidad de nación pequeña: “con la época de oro del café, a finales del siglo pasado, los costarricenses construyeron una detallada maqueta de una ciudad europea en miniatura, como la imitación de una ciudad de juguete con fuentes, farolas, escalinatas, balaustradas, paseos, bulevares, quioscos y volantas. Una ciudad nacida solo de la pretensión.”
Ni revolución ni dictaduras, una miniatura, lo que más tarde pone en duda al novelar los acontecimientos de 1919, la llamada Insurrección del pueblo de San José en contra de la fugaz dictadura de los Tinoco, evento que en realidad demostró la vocación pacífica de Costa Rica, porque la presión colectiva fue más poderosa y no permitió por mucho tiempo salirse de la norma a los transgresores.
Para que una dictadura modifique el pensamiento social, envenene la convivencia y deje marcas de hierro en las muñecas, se debe pasar por el costo del tiempo, como los 22 años de Estrada Cabrera en Guatemala, los 42 de Somoza en Nicaragua, o los 31 de Trujillo en Isla Dominicana. Tal cosa, afortunadamente, no sucedió en Costa Rica.
Y en esa fugacidad de la violencia reside la magia de la novela, que tiene múltiples lecturas desde la perspectiva de la ficción.
La novela está estructurada en tres niveles, empezando por los motivos y hallazgos del autor-narrador que comenta y adopta un rol protagónico, mientras elabora una especie de reportaje periodístico, muy al estilo de la moda francesa practicada por Amin Maalouf, y donde se nos plantea la clave de los acontecimientos del crimen de Joaquín Tinoco que luego desarrolla en la segunda parte, preparando al lector para la tercera y final, donde el narrador es sustituido por voces múltiples que nos conducen por una investigación policiaca sobre la identidad del asesino, el hombre del sombrero negro.
La novela nos traslada a la época del modernismo tardío, de duelos de honor y sesiones de espiritismo, de gente supersticiosa viviendo en un territorio asolado por erupciones volcánicas, eclipses y temblores de tierra. Costa Rica es un país pacífico y tranquilo, donde el supuesto dictador de Zarzuela es retratado de papel crepé como su sobrenombre, “pelico” o el de su esposa “mimita”. El mandatario es suave y vanidoso, pero tiene un hermano cruel, que dirige a la policía y fuerza pública armada, que es quien en realidad manda. El resto de personajes coinciden amables con sus diminutivos evocadores: “Paquito, Niki, Quique, Melico, Mechitos, Yayo, Pánfilo, Fellito… “
El personaje violento es Joaquín, quien tras un par de años de excesos, tortura y muerte, disgusta tanto a la población que deja de ser el primer designado para la sucesión presidencial, y es forzado por el malestar popular y la presión de la potencia del Norte que amenaza con una invasión, a buscar refugio en París, para lo que planifica marcharse con toda la familia, con el presidente que renunciará desde el exterior, y con sus amigos en un barco de la bananera.
El día previo a la fuga, en un descuido, el hombre fuerte sale sin cuidado y se encuentra con la muerte, que es la mujer que le había anticipado la médium, aunque de manos de un misterioso hombre que lo asesina cuando ya no tenía sentido, vengativamente, porque como es bien sabido en tierras de terror al que huye puente de plata.
A Joaquín Tinoco se lo entierra con honras de Estado, ante la presencia de un hermano horrorizado, que horas después sale hacia Europa, donde terminará trabajando al final de sus días de guía de turistas.
En el relato hay víctimas, como la muerte de paludismo en Nicaragua de un Volio desterrado, o el asesinato de Fernández Güell y sus amigos ya rendidos, que intentaron un levantamiento en Atenas que no prosperó popularmente. Fueron abandonados a su suerte, y el personaje literario prominente es Patrocinio Araya, el verdugo sin piedad que no vacila, aunque luego resulte humillado y débil en el exilio.
La novela no relata una dictadura ni una insurrección, sino lo que fue un conato de dictadura interrumpida por una población pacífica, para la cual resultaba inaceptable el desatino.
Lo emotivo de la novela está en la manera cruel como mueren los que huyen, los que caen, y la manera como se cobija y amaña la venganza. Porque en un país pacífico, no hay peor paso mal dado que caer en desgracia ante los demás.
En el capítulo titulado De roble el sarcófago, está expresada la clave de la novela, porque se plantea la intención de “Pelico” de aplicar la violencia en venganza, fusilando a los prisioneros políticos, y lanzando sus cuerpos al río Torres hasta teñirlo de sangre. Pero en el siguiente párrafo, el mandatario se retracta. También cede la Iglesia católica, porque el obispo niega rotundamente el acto litúrgico de la misa de difuntos para Joaquín Tinoco en la Catedral, pero luego abre las puertas de par en par.
El dictador de juguete sueña en su Palacio Azul desistiendo de hacer valer la fuerza, porque lo que se impone en Costa Rica como una dictadura velada es la estricta norma social.
La violencia es impotente en el país más pacífico de la región, donde mandan las convenciones, y es allí, en ese reducto de paz y apariencia donde germina la dictadura interna que alimenta la ficción y revela los meandros de la condición humana.
El año de la Ira es una gran novela que juega con el vaivén del tiempo, de narrativa experimental, libre, que utiliza muchos recursos técnicos y hace de un pasaje real de la historia un cuadro humano conmovedor, que corre por el tiempo como por el río Torres.
PRESENTACIÓN
La literatura ha jugado un papel primordial en la historia intelectual de nuestros países mediante la deconstrucción de los sucesos tratados. No es un trabajo semejante al del historiador, el filósofo político o el científico cuyo tratamiento pertenece a un orden particular, el de las ciencias positivas, sino la labor del testigo (el narrador) que interviene en la realidad y la trasluce en sus textos.
Desde esta óptica, Méndez Vides nos presenta la novela de Carlos Cortés, El año de la Ira, aportando información que contribuye al acercamiento literario del costarricense. Nuestro crítico, además de enumerar rápidamente las obras escritas por el novelista, explica los temas abordados en el texto y el universo simbólico escondido en el libro. El resultado es positivo, según sus propios términos.
“El año de la Ira es una gran novela que juega con el vaivén del tiempo, de narrativa experimental, libre, que utiliza muchos recursos técnicos y hace de un pasaje real de la historia un cuadro humano conmovedor, que corre por el tiempo como por el río Torres”.
El Suplemento, con el texto de Méndez Vides, ofrece la segunda parte del repaso histórico realizado por Fernando Mollinedo, “Cómo era Guatemala hace 190 años”. La posibilidad de abrirnos a lecturas variadas, desde géneros diversos, nos ayuda a tener un cuadro completo de los hechos, siempre complejos y desafiantes para una adecuada interpretación conceptual.
En esta edición colaboran también, Enán Moreno, Roberto Cifuentes y Gustavo García Fong. Les estamos agradecidos por la generosidad con que comparten sus intereses literarios, reflexión crítica y sensibilidad estética. Sus aportes son reconocidos por los lectores que, sin aspavientos, releen los contenidos en busca de conocimientos y horizontes explicativos de la realidad. Vaya incidencia en la comunidad del conocimiento de La Hora.
Hasta la próxima.