Sergio Domingo Vásquez

Sergio domingo Vásquez nació en 1976 en la finca El Naranjo, Chicacao, Suchitepéquez. Cuando tenía seis meses de edad sus padres se trasladaron a la ciudad de Quetzaltenango, donde reside actualmente. Ingreso al Centro Universitario de Occidente de la Universidad de San Carlos de Guatemala en la División de Ciencias Económicas (1997) y obtuvo el título de Contador Público y Auditor.

En 1987 ganó el Premio único en el certamen de poesía “Creación Literaria Joven de Guatemala” a nivel nacional, convocado por la Municipalidad de Quetzaltenango y la Casa de Cultura de Occidente. Ha publicado Poemas Cotidianos y Siglos de perro, en Editorial Universitaria.

Perro pulgoso

Se quedó dormido en una de las cuatro esquinas,
como vencido, por un golpe bajo de la muerte,
el toque de un viento diáfano arrancaba las hojas
de aquellos árboles dormidos en los brazos de la noche,
entre el sendero de estrellas mancas.
Llegó para contar y desgranar todas sus pesadillas
aunque lo habían visto dormir más que un eclipse
caminó sobre las grietas del día y besó los collares de la luna,
guardó almohadas bajo la tierra mojada,
los ojos le brillaban como rocas de fuego en la sombra de los huesos.
Las roscas del sol rebotaban en sus pasos presurosos
y el cierzo le lanzaba ruidos estirados y granizos azules
que le salpicaban las orejas y le apagaban los minutos.
Los fósforos del horizonte reventaban a trote lento,
y recordaba la dulzura de un idilio envuelto en nostalgia.
Sobre una barca de caucho, y rústica, emprendió el viaje
ya no compró la brújula para no poder regresar,
estaba resignado a que no lo encontrara la muerte.
El único puerto que conocía era el que había soñado
durante los primeros cinco años de vida, cuando los sueños
eran solo sueños, y el sueño no lo vencía.

Días de perro

Esa mañana se paró frente a la ventana,
y observó los álamos fríos en el horizonte;
tenía las manos vacías, las palabras vacías
el tiempo vacío. Al fondo sonaba una canción
tan triste que sentía que poco a poco
se le desconfiguraba el mundo. Y no sabía
en qué posición colocar el rostro
al saber que el tiempo ya no estaba frente a él,
o que él ya no estaba frente al tiempo.
Se olvidó del olor a menta de la noche,
del tic-tac del tren que pasaba trayendo las nostalgias,
de los girasoles que se desmayaban bajo el sol
de algún mediodía de octubre,
de las alfombras de flores blancas que explotaban,
de las campanas que se cansaban de sonar en la neblina,
de esas tres mañanas preciosas antes de navidad,
de la chispa de los besos, y del poema que un gorrión
dejaba escrito en los cristales de los pinos.

Dejó algunos retratos descompuestos y al revés
como para distraer a la muerte,
se colocó algunas corbatas de agua, azúcar y sueño,
y envió por correo botellas con mensajes en Morse de hule,
y se subió al tranvía para emprender el viaje largo,
con los brazos abiertos, y las frutas disecadas
para llevar en el camino sobre el cielo o sobre el río
para comerse los signos y los misterios
también llevaba el estómago vacío.

Semanas de perro

Tuvo un leve sueño, de árboles reventados;
un sueño de una lluvia leve, gris y transparente.
Aquella soledad se le había amontonado en cada poso,
ya se le había terminado la cuerda de sus pasos.
Ese mediodía sonaba una canción muy triste
que los pájaros se detuvieron para siempre
en la única estación que encontraron abierta.
Todo era parte de un mal sueño,
de esos que solo se sienten en Macondo.
La radio llegaba a todos los rincones del tiempo,
y cada medio mes de junio bajaba una cometa
con los brazos cerrados. Se le olvidaron los conceptos
que escribió en el mármol de las hojas en blanco,
fue peregrino durante varios diluvios sin mojarse los zapatos.
Pintó de gaviotas y ángeles todas las paredes del cielo,
y se apresuró a regresar a cortarle las mangas al sol.
Se le descontaron de las camisas algunos botones;
algunas mañanas se levantaba
con los pies llenos de brillantina, como cuando se regresa
de un carnaval; puro, limpio, con el alma devorada,
remodelada toda su tapicería; manos, sonrisa,
pantalones blancos, cabello recortado, espejo en su rostro;
era la última pesadilla que le quedaba en el calendario.
Ahora esas pesadillas yacen en la pared colgadas con hilos y brasas.

Años de perro

Revientan las nubes frente al espejo;
sueños de carne y hueso,
y juventud que se cansa de ser juventud
hasta que se da cuenta de que es vejez.
Remolinos sobre la máscara de pluma y oro.
Esa primavera que se borró de todos los libros.
esa canción acelerada y muda
sobre el disco de Saturno;
duelen en los dedos
todas esas palabras olvidadas
por la mano ciega y temblorosa.
y saber cómo los recuerdos
son devorados por esos pájaros de fuego.
Abismo comprados con soles y lunas,
Plenilunio de días frágiles,
constelaciones de mundos rotos en papel.
A veces es bueno construir puentes
sobre los nombres,
no cabe la idea de morir en el sol de marzo.
Arrastrar las palabras de punta a punta
y agarrarlas del pescuezo para retorcerles
los acentos y los acertijos y no dejar
que se les alboroten los puntos y las rodillas,
o que no hormigueen sus diéresis
ni sus espejismos. Están cerrados los frascos
con perfume de agua anaranjada
con que se pintan las tardes de noviembre,
con ese viento cargado de fantasmas
con el pelo largo.

Siglos de perro

Regresaron los barcos aquellos, que habían partido.
Era la madrugada del 12 de diciembre de 1257;
al fin la mañana, el sol se desmayaba de golpe,
las nubes de pájaros explotaban sobre las playas;
de esos barcos descendían gentes nuevas,
y la gente vieja venía más vieja.
El océano se había tragado cada copo de los siglos,
las ventanas estaban desnudas sobre la cama,
la música sonaba casi quebrada de pies y manos,
todos los libros habían desaparecido bajo la luna
y para leerlos había que recostarse sobre una barca despintada.
Noches cristalizadas y algunas calles empolvadas.
Y se quedaron para siempre los barcos allí flotando
y sembrados en esas aguas azules y quietas;
así pasó el tiempo, se quemaban los días,
se volteaban los planetas; se oxidaban los horizontes
y los pergaminos guardados en los tejados de las estrellas.
Los perros envejecieron junto a las palmeras;
todo se volvía tan viejo en ese lugar viejo,
cada cosa que se inventaba parecía ya conocida.
Dicen que la edad de ese tiempo era de cien siglos
guardados en botellas que usaban de relojes
y las arrojaban al mar y regresaban convertidas en barcos.

Selección de textos. Roberto Cifuentes Escobar

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