Dennis Orlando Escobar Galicia
Periodista

La pandemia del Covid-19 nos ha confirmado con creces que el ser humano es más gregario que aislado (Nada que ver con el Lobo estepario, de la novela de Hesse). Esta enfermedad es eminentemente infecciosa y por lo tanto social. Es decir: transmisible. No ve caras ni condiciones de poder, socioeconómicas y culturales. El primer humano que se infectó con el virus fue contagiándolo –seguramente sin quererlo- de persona a persona porque éste para reproducirse necesita incubarse en otros cuerpos. No obstante, ha habido quienes, por ignorancia o irrespeto a sí mismos y a sus semejantes, no han sabido cuidarse y por añadidura cuidar y respetar a los demás.

Desafortunadamente la sentencia «El hombre es un lobo para el hombre» de Thomas Hobbes se ha manifestado en algunos grupos sociales de diferentes países, tal el caso de los aquelarres realizados en Guatemala o los masivos pandemonios llevados a cabo en Estados Unidos. A pesar de las diferencias, esas actitudes reflejan formas de pensar totalmente inhumanas que rayan los más elementales principios de respeto a los derechos humanos.

Esta calamidad, tan real como la vida misma, nos obliga -si queremos sobrevivir- a tener presente, en todas nuestras actuaciones, que todo lo humano no nos debe ser ajeno. Debe importarnos lo que le aflige y por lo que goza hasta el más distante de nuestros congéneres, en virtud de que todos somos parte de este mundo llamado Tierra.

¿O acaso ahora no nos preocupa que nuestro vecino de vivienda, de barrio, de territorio y hasta de continente esté siendo afectado por la pandemia? Al que no le inquieta en lo más mínimo, entonces no quiere vivir ni dejar que los demás vivan. Alguien así ha dejado de ser humano y se ha convertido –o siempre ha sido-: un armatoste al servicio de los más aviesos intereses tecnológicos.

No hace mucho, ahora que estoy conociendo mi propia casa -así de literal como lo escribo- por las circunstancias, tocaron a mi puerta -era un día del lluvioso temporal- y a regañadientes abrí. ¡Era un par de muchachitas con cesta en mano, cual Caperucitas Rojas! Inmediatamente especulé: que chingadera la de estas vendedoras. ¡Pues resulta que no! Eran mis vecinas a las que nunca había visto mucho menos saludado. Tentaban mi portón para obsequiarme una cesta con bananos y aguacates. Tal vez solo los frutos y no la canasta. En tiempos de mi Mamá Grande, con la que me crié, se devolvía la canastilla con otras viandas.

¿Qué hacer ante tan inesperada situación que vino a sacarme de casillas? Nomás cavilar que soy humano y que formo parte de un conjunto social. Allá y más acullá se quedó el grupo de relaciones laborales y demás…Ahora comprender que son otras las circunstancias; otro lunes, otro martes, otro momento diferente. Pensar… pero también cuidarme para resguardar a los vecinos y que ellos a la vez me protejan a mí. ¡Todos a la vez!

No pienso regresar inmediatamente -sin un filosofe- tocar la puerta y decir muchas gracias con la boca llena de agradables recuerdos comibles. Y hasta diente al labio gritar: ¡Que frutas tan «deliciosísimas» las que me obsequiaron! Suficiente con cuidarme, mantenerme con sanidad y no afectar a los demás. Ya eso es bastante y mi vecino, mi prójimo, me lo agradecerá. ¡Eso creo!

Mientras pongo el punto final de esta vivencia…unas hormigas caminan y caminan –en fila. Ellas son eminentemente gregarias, mucho más que nosotros los humanos. Son un ejemplo de seres eusociales. Es decir que poseen el nivel más alto de organización social.

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