Carlos Garay
Escritor
Guatemala. No es un alarde de la ficción decir que tiene 34 o 35 años. Fue registrado en las actas municipales un años después de su nacimiento. Estudiante universitario de la USAC, docente de Educación Primaria, Teatro y Literatura. Participa en el V Festival de las Artes en la Universidad Pedagógica Francisco Morazán, Honduras (2007), incluido en la antología Retazos de Luna compilado por el licenciado Mario René Dardón (2009), publica el cuento Relato de perro en la revista electrónica Letralia (2015), publica el cuento Por la mañana en el libro I concurso de microrrelatos, Burgos, España (2019).
Quiero aprender a nadar, mamá, dijo alguna vez. Alcancé a ver en su mirada un augurio, un río melancólico saliéndose de su cauce para mojarme los zapatos, teniendo su cadáver entre mis brazos, peinándolo y sintiendo que ahora verdaderamente se había convertido en un cocodrilo legendario. Quiero aprender a nadar, uno nunca sabe; pero, por ser tan flaco, me da vergüenza. Risas mías, risas tuyas. Todas las risas posibles. Por supuesto que debés aprender. ¿Y usted puede nadar, mamá? No. Me da tanto miedo el agua estancada: se ha tragado a dos de tus tíos. Ahora yo tengo miedo. No puedo recordar tales cosas, porque me entristezco, pero qué sabés vos de mis miedos.
Amé tenerlo en mis brazos. De bebé lloraba durante horas. Fue creciendo y siempre iba hacia mí, me jalaba de la falda. Mamá, tengo miedo de ser grande, decía, porque usted se va a morir y yo me voy a quedar solo. ¿Por qué decís eso, mi bichito? Me agacho hasta alcanzar tu altura de seis años. Porque cuando los hijos crecen, las mamás mueren. Creo tambalearme cuando jalás mi falda. Desfallezco. Comienza a llover y amenazan los recuerdos de tu difunto papá. No, mi corazón, siempre voy a estar con vos. Mientras se lo decía lo llevaba a la cama y al verlo dormir, pensaba: lo más tierno de pensar que sos un dinosaurio o un cocodrilo —a falta de pruebas contundentes sobre la existencia de los primeros— es que te visualizo benévolo y ligeramente eterno. Siempre lo imaginaba entre las aguas, atrapando presas fáciles. Volviendo a los demás, temerosos de su sola presencia, pero sin olvidar que su existencia guardaba una benignidad jamás antes vista en un depredador.
Nunca me preguntés cosas que me aterran o ¿por ser pequeño e ingenuo las hacés? Si tuviera la facultad de hacerte callar lo haría. No puedo seguir fingiendo esta sonrisa cansada. Callate. Me gustaría irme lejos, regresarte a mi matriz para resguardarte y librarme de tus dudas. Quiero ignorarlas e irme a maquillar, como antes. Ser joven, ir a bailar con tu papá. Pero envejezco, creo más en Dios. Por eso decidí desmaquillar mi rostro, honrar la memoria de tu padre y hacerme fuerte. ¿Por qué mi papá murió, mamá? No me gustaría verla casada con otro hombre. ¿Le gusta el señor que la viene a ver en las mañanas? Él es bueno conmigo, pero extraño a mi papá. Siento que se pone celoso de que alguien le viene a dejar flores. ¿Será que puede verla cuando usted le prepara café a ese señor? No sé qué puedo responderte, porque me siento linda, me siento como recién casada, me siento como una niña.
Cuando se despidió de mí y fue a nadar, no sospeché de los fantasmas que siempre han hecho guaridas en mi corazón. Por supuesto, ahora ya no son solo guaridas, sino búnkeres para atacar en los momentos menos esperados. Lo abracé con prisa y alcancé a decirle que no regresara tan tarde. Ahí vengo luego. Ahora ya no tenés seis años, ni sos un bichito de tres a quien enseñaba a hacer esculturas de plastilina. Ya sos un muchacho de quince, más parecido a mis sueños. Ahí vengo luego. Al escuchar la puerta cerrarse desde la cocina, imaginé que iba a regresar diciendo que ya había aprendido a nadar, sin necesidad que yo fuera, siquiera, a acercarme a esas inmensas bocas abiertas llenas de agua, como cuando fui y me dijeron que uno de mis hermanos había desaparecido en un lago. Se lo había tragado así por así. Vi ese lago inmóvil, manso, palpable y sumiso bajo la palma de mi mano cuando llegué a su orilla a acariciarlo. Por un instante pensé en caminar sobre él, sabía que llegaría hasta la otra orilla sin hundirme, pero alguien me tocó el hombro diciendo que la blasfemia es también casi como ahogarse. Ahí vengo, dijiste, y tal vez un violín importunaba la casa con un triste vals.
Transcurría el mediodía y, gota a gota, la lluvia se agrandaba contra la lámina. Ahora era otro presagio. Pero ya no un río saliéndose de su cauce, sino llenando con hilos de agua los pulmones de un desventurado náufrago. Entonces llegó la noticia. El disparo en mis sienes. La boca de algún ser desdibujado diciéndome con señas lo que pasó por mi cabeza: que mi hijo se había ahogado en el río. El cuchillo en mi mano temblaba cuando desgajaba una verdura, indiferente al momento. Hubiera querido que esa verdura fuera una extensión de mi brazo izquierdo para no tener ninguna dificultad para llegar al corazón y amputármelo. Yo estaba barriendo la casa, estaba arreglando la cama donde todavía dormías conmigo, dispuesta a preparar un almuerzo improvisado, de lo que encontrara en la alacena, mientras vos estabas tragándote todo nuestro futuro en bocanadas de agua. Policías en la casa, señora, tiene que ir a reconocer el cuerpo. No hay ningún cuerpo que reconocer, porque estoy segura de que no te has ahogado, sino que estás resguardado dentro de un gran pez; de seguro me has desobedecido y ahora estás reflexionando acerca de tus actos y obrarás conforme a como yo te diga cuando esa criatura te devuelva a tierra. Tenga un poco de agua, cálmese. Me dan agua, la misma que te ha matado. No quiero ver más este líquido. No quiero volver a lavar ropa, no quiero volver a prender la llave del chorro ni la de la ducha, aunque me muera de suciedad. Y la serpiente de agua te ha tragado entero y te ha vomitado sin vida a mis brazos. ¿Él es su hijo? Cómo saber si sos vos si no puedo escuchar tu voz, si tu corazón está mudo como el mío, pero el mío, por desgracia, sigue latiendo. No, señor, no es mi hijo. Todos me miran atónitos. Pero, ¿cómo es posible que no lo sea? Mi hijo me decía mamá. Este no habla, no abre los ojos, está frío. Mi hijo me dijo que iba a aprender a nadar y este se ahogó. No puede ser mi hijo.
Pero hay algo cierto en todo esto: tu silencio me condena y me une a vos. Nuestra sangre —aunque la tuya se haya estancado— es la voz que necesitamos para pensarnos. Señora, este es el cuerpo de su hijo. Afirmo, desconsolada. Ya no me siento linda, ya no me siento joven. Me siento vieja, cansada, mi pelo cano se resiste ante tintes y químicos. Ya no esperaré a nadie a tomar café por las mañanas, te lo prometo. Además, ahora que veo tu cuerpo me siento afortunada al tenerte conmigo y peinar tu cabello como cuando tenías tres años. Y no tengás pena de seguir creciendo, así ya no me vas a ver morir ni te sentirás solo jamás. Y creeme que amo la paz de mi cocodrilo sumergido en un sueño, en un sueño prehistórico, por supuesto.