Enán Moreno
Escritor

ESCAPE

Con el encierro los días se volvieron iguales: el mismo color y la misma cara. Indistinguibles fueron lunes o domingo. La rutina trajo aburrimiento y pereza, y luego llegó el insomnio. Estaba deprimido, y a la depresión siguió una especie de ansiedad que no le permitía estar quieto a ninguna hora; la madrugada lo sorprendía caminando a oscuras por la casa y murmurando saber qué cosas. Y ese día no pudo más; huyendo de la desesperación que lo perseguía como una pantera negra fue a la puerta de calle, la abrió y salió corriendo, sin rumbo, a cualquier parte. Cuando reaccionó estaba en la línea del tren, y en un momento de lucidez vio la máquina avanzando, la imagen de la playa, del mar y una ola gigantesca que se le venía encima. El tren se alejaba sonando su triste silbato.

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LIBERACIÓN

Decretada la cuarentena, él y su familia se encerraron en casa. El primero, segundo y siguiente día la novedad de esta forma de vida los entretuvo; pero luego la rutina comenzó a minar los ánimos. La televisión informaba acerca del avance de la enfermedad: en otros países y en el propio la cantidad de contagiados y de muertos aumentaba día a día. Las recomendaciones sanitarias para evitar la infección eran constantes: lávese las manos, use mascarilla, quédese en casa, no salga si es adulto mayor. Una y otra vez. Evite el contagio, si es adulto mayor quédese en casa, no salga para no correr el riesgo de infectarse. No lo comentó con la familia, pero él empezó a padecer el temor de contagiarse y la televisión lo acrecentaba. En los días siguientes ese temor se convirtió en miedo y en él se fue volviendo algo enfermizo, obsesivo, y esto lo llevó a estados de ansiedad y de angustia que ni él ni la familia pudieron controlar. Él mismo no supo en qué momento lo pensó, pero una mañana, evadiendo la vigilancia familiar, salió corriendo a la calle y fue sin rumbo. Pasó por lugares conocidos, por parques y mercados mezclándose con la gente, y aun saludando y dándole la mano a más de alguno de esos que, por necesidad o porque no les importaba, seguían la vida cotidiana.

Al final de la tarde regresó a casa, agotado pero con una sensación de gran alivio. Su familia le recriminó la conducta, pero él, ahora sereno, explicó que se sentía libre, que no padecía más el miedo y el temor al contagio. Que pase lo que deba pasar, dijo. Fue a su dormitorio y se acostó a dormir.

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LAS COSAS INSERVIBLES

Esa tarde, al entrar en el dormitorio después del almuerzo, detuvo la vista sobre la silla junto a la cama: allí seguía doblado el pantalón azul marino (aún con el cincho puesto) que se quitó el último día que salió a la calle (la camisa fue a la canasta de la ropa sucia), y en la mesita de noche sus llaves, unos billetes, monedas y la carterita donde iban sus documentos personales. Hacía ya dos meses, pensó, que estaban allí, los dos meses que llevaban recluidos. Desde el primer día que se quedó en casa no había vuelto a ponerse ropa formal; sus pantalones, camisas, sacos y corbatas estaban colgados en el vestidor. Lo mismo pasaba con sus zapatos, que quizá extrañarían sus pasos en la calle. Sin uso, ahora, ropa y zapatos parecían objetos innecesarios. Ese dinero sobre la mesita lo veía todos los días, mas ahora lo vio como algo sin valor, como algo inútil. En todo ese tiempo no había vuelto a necesitar ni a gastar un solo centavo. Fue y contó, por curiosidad: era la misma cantidad dejada allí desde el primer día. Sonrió con tristeza, pensando “tengo dinero y no puedo salir para gastarlo, y si no puedo gastarlo, no me sirve”. Lo mismo ocurría con su Duster Renault, que no había vuelto a usar para ir y venir por las calles y avenidas de la ciudad, llevándolo a los lugares acostumbrados. Suspiró, y en vez de seguir pensando en lo mismo, se acostó dispuesto a dormir la siesta. Dormir era siempre una salida, un escape; los sueños, afortunadamente, no estaban cerrados.

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INTERROGANTES

La cuarentena duraba ya más de dos meses. En casa, él y su esposa habían ido pasando los días ocupándose de los trabajos domésticos, viendo televisión y tratando de hacer algo más, no solo para evitar el aburrimiento de las horas libres, sino para pensar, para sentir, para darle sentido a esa vida de encierro. Terminadas las pocas provisiones que mantenían, su hijo y su nuera se encargaban de proveerlos; además, algún vecino, ocasionalmente, les ofrecía hacerles alguna compra, un pago o cobrar un cheque. La mayoría de pagos mensuales los realizaban en línea, mediante tarjeta de crédito. Leer los periódicos (que seguían llegando a casa, como siempre) además de mantenerlo informado acerca de la pandemia, era también un tiempo de entretenimiento.
A diario pensaba en la situación que estaban viviendo: el encierro, la duda, el temor a contagiarse del virus ellos o alguno de la familia, especialmente los abuelos. Sin embargo, esa noche, en tanto lograba conciliar el sueño, pensó que lo más difícil era vivir y padecer la incertidumbre. Y le surgieron las interrogantes: ¿cuándo y cómo terminará esto?, ¿terminará bien?, ¿volveremos a la vida normal?, ¿cuándo podremos a reunirnos con la familia, con los amigos? No había respuestas.

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