Carlos René García Escobar
Escritor
Una vez, hace muchos años, unos 42 según mis cálculos, defendía yo en cierta correspondencia, la poesía que yo consideraba rabiosa, del poeta que yo más admiré en mi adolescencia y juventud, Roberto Obregón Morales, correspondencia que sostenía con una poeta cubana de La Opinión que ya debe haber muerto a estas alturas en la ciudad de Los Ángeles, California, donde ella vivía y, que había emigrado de Miami, a donde había llegado con sus padres desde Cuba antes de 1960.
Y es que yo entendía y así lo afirmo todavía, que la poesía de Obregón era rabiosa porque estaba en contra de la opresión ejercida por los poderes dominantes desde siempre y que en su momento eran el gobierno y su ejército asesino, como todavía lo es ahora. Su poesía era lo que yo interpreto como una estética poética de la Revolución, tal como otro poeta antecedente lo había logrado magníficamente, hablando de Otto René Castillo.
Entonces el asunto que se me presenta ahora es ¿cómo interpretar la poesía de Gustavo Bracamonte refiriéndose también a la rabia como elemento esencial de su poesía? Y uno va recorriendo los poemas, uno tras otro, de este libro titulado precisamente La rabia de los días, sin dejar de sentirse igualmente rabioso. Rabioso porque el poeta está rabioso. Y especialmente rabioso porque uno sabe cuál era la rabia de aquellos antecesores poetas de la rabia y cuál es la rabia que atosiga a nuestro poeta del presente cuando ya no queda nada de la honestidad y de las virtudes que antaño todavía se perfilaba en nuestro ambiente. Cuando la voluntad de lucha por el resarcimiento de los días primaverales de la Revolución la sentíamos en plena vigencia y sin el sentimiento de desolación que la guerra que se provocó nos dejó por estos años.
Si en aquella oportunidad, hace 42 años, aquellos poetas antecesores me hacían sentir rabioso, ahora, Gustavo Bracamonte me hace sentir rabioso porque, identificándome con él, sé que no es para menos que en nuestros tiempos de tres décadas, la muerte nos ha rondado inmisericordemente y de nuevo, como siempre, el pueblo guatemalteco ha sufrido la ignominia ominosa del poder centrado en la oligarquía y su ejército servil.
Por eso estoy de acuerdo totalmente con mi amiga Isabel Aguilar Umaña quien nos expresa en la solapa del libro lo siguiente: El desencanto transformado en rabia. La rabia convertida en desfachatez y hasta en desparpajo, es lo que se lee en este poemario. El desparpajo empleado también, como mecanismo de denuncia resignada, que se puede resumir, como la resignación que ni al amor alcanza. El instrumento fundamental de esa penosa, pero necesaria tarea es la palabra convertida en grito. Una palabra que cae sobre otra, como catarsis pura cuando parece que casi todo se ha perdido y no queda nada más que eso: el derecho a la queja.
Asunto preciso para reflexionar el valor filosófico de la queja. Todos nos quejamos de los dolores físicos y psicológicos. Depende de cada uno de nosotros para saber cuál duele más. Y allí está el meollo del asunto rabioso de nuestro poeta. Un poeta que no ha muerto, -aquí lo tenemos entre nosotros-, un poeta resiliente, eso sí, que se resiste a la muerte, porque todavía hay en él el signo del amor, ése, el de la vida, el de la humanidad, el de la familia, el de la poesía, aquélla que lo mantiene entre nosotros, en pro del futuro de las nuevas generaciones, porque también ha sido maestro, de los imprescindibles, y porque ya está en mi opinión, en el contexto de nuestros poetas antecesores en la rabia de la poesía, Otto René Castillo y Roberto Obregón Morales.