Edna Portillo
Escritora y académica
Leer la poesía de Bracamonte es moverse entre el cielo y el infierno: se desplaza desde las figuras más sórdidas y desgarradoras hasta lo más sublime y dulce de las palabras y los sueños.
Asusta, sorprende, tantas veces porque irrumpe en la emoción más profunda de quien la atisba.
Asusta porque dice lo que sospechamos y que nadie se atreve a decir.
Antes del último día, Gustavo Bracamonte retrocede a la emoción profunda, alegre de despedidas y llegadas, como la vida repleta de dolores y fugaces momentos de alegría. Volver… siempre el volver. Busca la isla abandonada, busca el pasado.
Es él (Bracamonte) y todos los hombres buscando el retorno el llegar a tierra firme, a su Ítaca, la de todos la que concentra los sueños, los amores. Es la Ítaca firme, dulce, la que espera. La que siempre está:
“Cuando el día deje de ser día
y la noche sea un fantasma
en la figura de un hombre que cierra los ojos
para encontrarse inerme consigo mismo
en el recuento de los hechos”.
Es el tiempo detenido en recuerdo y en la ilusión, el tiempo que nunca es…
Es el tiempo límbico del poeta, el del día que ya ha dejado de serlo y la noche que se esfuma o que llega como un fantasma, invisible, fría, distante.
Su país es su Ítaca, el que no debe dejar, “ese hermoso sitio… el país más hermoso para dejar de ver la tierra”. “El país más hermoso para fraguar bajo los árboles del amor”.
Es Bracamonte y todos los miedos, los miedos de todos a la oscuridad, al silencio, a los agujeros de la noche “que paralizan la sangre como un ladrido descompuesto”.
El poeta, su retrospección rebobina y encuentra otra Ítaca,
“al lugar del primer beso
a la calle de madera nocturna
a la hora de deseos infestados de calor”.
La Ítaca de “Mi madre escudriñándome
La felicidad que me acompañaba”.
“Las mariposas rojas de la amada…
Gatear, caminar, caerse y levantarse, de nuevo la llegada a su tierra prometida, el retorno hacia Ítaca, el transcurrir, la vida.
“Cuando me vaya lejos o muy cerca
digo, al punto infinito de la noche más noche
mientras se sumerge la palabra en la nada
cortaré flores, asiré las formas de la luz intensa…”
La noche, la nada, las flores y las luces, el gran contraste en el camino hacia la búsqueda. Lo más oscuro y lo más luminoso, entre el infierno y el cielo.
Dice Bracamonte:
“Al mediodía me sacudiré el mal olor
de la carne agotada de impredecibles travesías…”
En ese camino eterno de la búsqueda a su Ítaca, el poeta se arrastra entre el dolor de la muerte y las falsas alegrías.
“Esperaré la noche rezumada en mi ocaso de árbol cenizo
me alertará un aleteo yéndose de mí,
porque no cabe más la vida en un puño de luceros inertes”.
En este caminar del poeta hay tormentos y consuelo, agonías y resurrecciones. Su memoria recorre los caminos de lo cotidiano que emerge desde el corazón y convierte todo lo vivo en sentimiento puro.
El poeta quiere hablar hasta el infinito, cantarle a todo, a la vida, a la muerte, a la alegría, al dolor.
Refugiarse en las palabras para apaciguar su corazón… Apalabrarse con la vida para comprender o “para hacer estragos en la cabeza de los dioses, para que el todo sea el caos de la verdad”.
En su “Acto poético”, como en una condensación de lo que encierra para él la poesía Bracamonte, a manera de metapoesía, la define como tal y con poesía, en un intenso artilugio de la palabra.
Y después de la poesía iluminada de la mañana, llega la del atardecer, y la del final, y la de siempre.
Todo poesía, lo triste y lo jubiloso, el llanto y la risa, la vida y la muerte. Búsqueda, futuro, abandono, todos los espacios cubiertos por la poesía en un manto de incertidumbre por el porvenir, por lo que llegará, la última duda… Y la orden final, sin agonía porque hay resignación: Ven muerte.