A Daniel Anderson y a don Juan Pichiyá
Max Araujo, con la coautoría de Amable Sánchez Torres

Pamumús, una aldea verde, muy cerca del cielo, visitada frecuentemente por las nubes, es el hogar de numerosos pájaros que tejen sus nidos en los árboles de sus bosques. Allí habita Juanito Pichiyá, un niño muy listo e inquieto, de origen cakchiquel. Vive muy feliz con sus padres y hermanos, en una bonita casa, de un solo corredor, con dos dormitorios y una troj. Es de adobe encalado, tiene un techo de tejas somnolientas y dos puertas traviesas, que se quejan cada vez que se cierran o se abren. Por las noches casi llegan a parecerse a un espanto.

La vivienda está escoltada por altos pinos –delgados unos, gordos otros–, y por un abigarrado corro de flores bailarinas. Todas ellas son amigas de doña Clementina, la mamá de Juanito. La familia tiene una vaca negra, muy coqueta, un burro de color café, entre tenor y barítono, dos ardillas trapecistas, tres chompipes boxeadores, un pato esquiador, un gallo kikikiriquiii… y veinte gallinas que se pasan la mitad del tiempo murmurando. ¡Ah!, y también hay una paloma cantora, que de cuando se queja por un su viejo amor que tuvo hace mucho tiempo.

Un día del último octubre, sin mucho frío ni mucho calor, Juanito, que suele ser generoso y buen amigo, invitó a sus compañeros de la escuela, de entre seis y siete años, a celebrar el fin del año escolar y a comerse la luna. ¡¡¡…!!!! Previamente les aseguró, jurando y perjurando, mientras hacía una cruz con dos dedos y le daba en beso muy sonoro, que la luna era inequívocamente de queso, porque, cuando el Ajau había construido el universo, la había elaborado con la mejor leche de una vaca muy blanca, que también volaba. Eso se lo había contado su abuelito Rufino, que tenía voz de periquito, bigote blanco y un rostro de tecolote bueno.

Todos los niños saltaron de alegría y asintieron entusiasmados. Pero tenían muchas dudas y no dejaban de preguntarse sobre quién podría ser el arquitecto de este milagro, porque la luna estaba muy alta y no podrían alcanzarla. Entonces Juanito los reunió a todos, mirando al suelo con las cabezas muy juntas, y les cuchicheó su secreto como si se tratara de un misterio: “La luna –les dijo en voz apenas perceptible, más que hablando, musitando– baja todos los días a beber agua en la poza de la quebrada”. Él y su abuelito la habían visto muchas noches y estaban bien seguros de tan portentoso milagro.

Se hizo en el patio de la escuelita –más o menos como en el Congreso– la correspondiente deliberación, casi en silencio, mirando de refilón a todas las esquinas, para que los maestros no se percataran de ello, y los parlamentarios lograron llegar al trascendental acuerdo de que por la tarde del día siguiente, al salir de clases, si no estaba nublado, irían todos juntos a darse el gran banquete.

¡Dicho y hecho! Aquel martes azul Juanito les indicó que lo siguieran a un lugar que él conocía: un roble de ancha copa, en el que cientos de pájaros carpinteros habían abierto una prodigiosa red de galerías, era el punto de referencia. Cada uno de los niños escogió un lugar cerca de la poza, donde no pudieran ser vistos, para esperar allí el portentoso espejismo de la noche.

Llegado el momento, Juanito condujo a sus amigos al lugar y todos pudieron contemplar asombrados cómo la luna –blanca, redonda y silenciosa como le correspondía– había tomado posesión de la poza, que ya casi no se distinguía de ella. ¿Cómo podremos sacarla de ahí, preguntó –entre audaz, ansioso y dubitativo– un niño barrigón, relamiéndose la boca y soñando al mismo tiempo con el trozo que se comería. ¡Muy sencillo! –contestó un sabihondo, más delgado que una caña de milpa–. ¡Saquemos primero el agua¡. ¡Claro! –respondieron todos a coro-. Unos empezaron a usar el cuenco de sus propias manos, otros sus sombreros o sus gorras, otros los pocillos que solían llevar a la escuela para la refacción… Los más ingeniosos solo bebían y escupían…

Poco a poco la poza se iba vaciando. La luna parecía una muchacha quisquillosa. Daba un brinquito por aquí, otro brinquito por allá… Ya solo se veía en el puro centro… De pronto únicamente en lo más hondo… Cuando más afanados estaban en la tarea, como si algún enemigo resentido les hubiera dado un mazazo, tuvieron que caer en la cuenta de que en la poza ya no había luna. Solo arriba, muy alta, muy lejana, incluso muy pequeña, la luna fruncía los labios entre risueña y burlona.

Juanito estaba mudo y rompió a llorar. Los demás le siguieron, cada uno en su propio estilo. Del llanto pasaron a un griterío que podía oírse por rancheríos, cerros y montañas.

Los papás de todos, que los andaban buscando con la preocupación del caso, los encontraron inconsolables junto a la poza, como un infantil coro de plañideras. La poza estaba vacía.

–¿Qué pasó? –preguntó don Pascual Culajay, levantado la vara de autoridad ancestral que le habían confiado los ancianos del pueblo.

–Chepito, su hijo, respondió: el Juanito, nos invitó a que nos comiéramos la luna de queso, y nos trajo aquí.

–Que los niños nos cuenten cómo los convenció el Juanito –dijo don Paulino Pichiyá.

Tomó la palabra Pedro, el hijo del carpintero, y narró cómo Juanito les explicó que la luna era de queso y los invitó para que se la comieran. Todos estuvimos de acuerdo. Nadie nos obligó.

–Ya lo ven –dijo don Domingo Pichiyá–. M’ ijo solo quiso agradar a sus amiguitos, porque estaba seguro de que lo que le había dicho su abuelito era verdad. Tampoco sabía que la luna, cuando baja a beber agua, lo hace a escondidas y a escondidas regresa al cielo. Juanito no quiso engañar a sus amigos. Yo le he enseñado siempre a no mentir.

Aclarado el asunto, se formó una caravana para llevar a Juanito a su casa. A la puerta los esperaba doña Clementina, con rostro de susto, un delantal de colores y sus lentes agrandaojos. Cuando la mamá de Juanito escuchó la historia, le dio a su hijo un beso tan grande como un sol. Pasados unos momentos, se repuso y dijo de tal manera que todos pudieran oírla bien:

–Hoy he cocinado una gran olla de frijoles negros, parados, y los he sazonado con ralladura de queso. Es el mismo queso de luna que ustedes ya no pudieron pescar en la poza. Son un secreto mío. Resulta que una noche la luna entró por el tapango y estaba tan cansada que se quedó dormida. Yo me fui acercando a ella muy callada y la fui acariciando poco a poco con el rallador. Ella creía que la estaba acariciando. Cuando despertó se fue muy contenta diciéndome adiós. Eso explica que desde entonces no siempre parezca que la luna está completa.

Los niños empezaron a comer en medio de un gran alborozo. Y…, ¡oh, milagro!: a unos los frijoles les sabían a queso de vaca, a otros a queso de cabra, a otros a queso de oveja, según el paladar y la fantasía de cada uno. Hasta hubo uno –el Chispas, solían llamarlo– que se atrevió a decir que a él le sabían a queso de camella.

Junto al fogón y la piedra de moler, doña Clementina sonreía oronda y satisfecha. Desde la inmarcesible extensión del cielo la luna sonreía también, mientras seguía bañándose y chapoteando en la poza de la quebrada. Era toda la noche una fiesta de cocuyos, grillos y chapulines.
Biblioteca Nacional
Guatemala, diciembre 2019

De cómo surgió esta historia

A inicios de una noche, hace tres años, con ocasión que mi sobrino Daniel Anderson, -un niño entonces de cinco años, que nació en Suecia, en donde vive actualmente-, nos visitó en nuestra casa en San José Pínula, y le dijo a mi hermana Carmen que tenía hambre. Mi hermana le sirvió un plato de frijoles parados, pero Daniel, con lo inteligente que es, le manifestó que así no le gustaban, que él los quería colados, porque así se los daba su murmur (abuelita en sueco), hermana mía. Yo que también cenaría con ellos, intervine y le narré la historia de cuando Juanito Pichiyá quiso comerse a la luna de queso. Tomé prestado el nombre y el apellido de don Juan Pichiyá, quien días antes nos había llevado a conocer Pamumús, una aldea cercana a San Juan Comalapa. La historia la terminé cuando le indiqué a Daniel que los frijoles que comieron los niños eran exactamente como los que nos estaba dando la tía Menchus. Entonces Daniel comió los frijoles, y al final dijo, ¡que ricos los frijoles que hace la tía!

Don Juan complacido, cuando le conté la historia, me autorizó para que al escribirla usara su nombre. Es un homenaje a este estimado personaje que labora en el Ministerio de Cultura y Deportes, y a Pamumús, una aldea cerca del cielo, de donde es originario

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