Juan Fernando Girón Solares
PRIMERA PARTE
“…Doscientos treinta y siete, doscientos treinta y ocho, doscientos treinta y nueve, y…” El conteo de los presidiarios se interrumpió en forma abrupta por parte de los guardias del vetusto Edificio de la PENITENCIARÍA CENTRAL de la Ciudad de Guatemala. Era la mañana fresca de un día que presagiaba mucho calor en la metrópoli aquel mes de marzo de 1918. Aún y cuando estaba muy reciente el evento telúrico que había prácticamente destruido la ciudad menos de cuatro meses atrás, y se percibía en el ambiente los restos de polvo y adobe tendido. El penal había sufrido daños mínimos en su estructura, y salvo el derrumbe de la bóveda que cubría el famoso triángulo o callejón de los políticos, el resto de las áreas de aquella prisión funcionaba con normalidad.
Este conteo se realizaba dos veces al día y era obligatoria la comparecencia en aquella diligencia, de lo que el Director del Penal denominaba –JEFE DE CUADRA-, que no era otra cosa que un prisionero que por su fuerza o aptitudes especiales, gozaba de ciertas prerrogativas a cambio de la responsabilidad de mantener el orden, pero especialmente la disciplina entre la población de aquella cárcel.
En estas condiciones es donde se sitúa nuestro personaje: EMILIANO MORENO, el jefe de la Cuadra dos, en la cual se alojaban un total de doscientos cuarenta (240) reos extinguiendo condena. Emiliano había sido sentenciado a seis años de prisión por el Juzgado de Primera Instancia Penal de la ciudad de Guatemala. Era un hombre recio y líder por naturaleza. En algún tiempo, recibió instrucción militar en el Fuerte de Matamoros, pero debido a ciertas desavenencias entre su familia que era oriunda de Quetzaltenango, y el Auditor de Guerra del Gobierno del Licenciado Manuel Estrada Cabrera, y ante todo por el error cometido de haber cometido un “desfalco” en la rendición de sus cuentas cuando prestó sus servicios para la JEFATURA POLÍTICA, como se le conocía entonces a la Gobernación Departamental, fue procesado, encontrado culpable y desde luego sentenciado a la referida pena de prisión.
– ¿Qué pasó vos, Emiliano? se refirió a él el jefe de la Guardia Penitenciaria de Turno. “Anoche según el reporte se acostaron doscientos cuarenta reos en tu cuadra, y hoy amanece uno menos”, le sentenció. “Antes de dar la voz de alarma, como responsable, tenés dos horas para encontrarlo, o también pagarás las consecuencias”.
Y por aquellos años, y especialmente en la Penitenciaría, las órdenes no se discutían, se acataban sin chistar palabra. Emiliano entendió la gravedad de aquella situación: El prisionero faltante le podría haber acarreado un severo castigo, sin tomar en consideración que su condena, mientras se averiguaba, podría incrementarse por un nuevo cargo, el de cooperación a la EVASIÓN.
El calor de la mañana del tercer mes del año contrastaba entonces con la angustia de nuestro personaje. En esas estaba EMILIANO, cuando aproximadamente serían las ocho y media, y luego del desayuno que casi ni probó, recibió una nueva llamada del director mismo de la Prisión: “A SUS ÓRDENES MI CORONEL”, fue el saludo que se brindó al funcionario, el coronel del Ejército, Hugo Meza, Director y Alcaide del Presidio.
– Moreno, le replicó este último, “he recibido la solicitud del Padre Gabriel Solares, el Capellán de la Prisión, para que le ayudemos a trasladar desde la Parroquia de los Remedios, al final de la Calle Real, hasta la Capilla de la Penitenciaría, una imagen de Cristo que será venerada por los internos en esta Cuaresma. Acuda y repórtese con la escolta de turno y seleccione a cuatro reos que le ayuden con el traslado”. – “COMO USTED MANDE MI CORONEL…”
Menos de una hora después, escolta y reos encabezados por EMILIANO salieron de la Penitenciaría hasta el Calvario, oportunidad en la que este último aprovechó para apreciar las bancas y jacarandas que ya poblaban el Parque Navidad, el Puente del Ferrocarril y por supuesto a la distancia, la Colina del Castillo de San José de Buenavista, recordando sus años de servicio en el Ejército, y las comisiones que por visita efectuaba de Matamoros a San José y viceversa.
Subiendo la Colina hasta la Parroquia de los Remedios, El Calvario, recibieron el saludo del Padre Gabriel, quien hasta el año anterior había sido su Párroco, y ahora antes de su traslado, se desempeñaba como Capellán y Guía Espiritual de aquella tristemente célebre prisión. A su lado, Emiliano pudo comprobar la imagen de un Cristo de tamaño natural, con una mirada muy penetrante y el agobio de los momentos supremos del tormento durante la Pasión del Salvador. “Señores, dijo el Padre Gabriel, -necesito que por favor llevemos la imagen del Señor a la Capilla de la Penitenciaría, allí permanecerá hasta el lunes después de la Fiesta de la Resurrección-”.
Emiliano por supuesto no era religioso, ni tenía devoción ni mucho menos piedad para estas cosas, pero por algo gozaba de los favores de las autoridades penitenciarias. Sin embargo, en aquellos momentos, recordó la tremenda contrariedad que estaba viviendo, para el caso no apareciera en el interior de la cárcel el prisionero número doscientos cuarenta. Con penas y angustias, los cinco reos, la escolta y el sacerdote se dirigieron de vuelta al penal, y allí fue colocado aquel ícono del Salvador, en la Capilla, minutos antes del mediodía bajo el agobio del fuerte sol del verano guatemalteco.
Antes de colocar al Señor sobre una mesa de pino con un mantel improvisado de color blanco y dos candeleros con velas de puro cebo que se habían acomodado en el recinto religioso, Emiliano pasó muy cerca de la impactante mirada de Jesús, que según supo era propiedad del religioso, pero que año con año había sido traído al interior de la Penitenciaría para que sirviera en los fines de oración y meditación de los presos, y especialmente el alivio en alguna forma, sus penalidades. Esa mirada, que nuestro personaje recibió por primera vez, produjo un no sé qué, algo que jamás olvidaría en su vida.
Emiliano buscó en los demás sectores y cuadras de la prisión al faltante, un hombre de mediana edad que tenía algunos problemas mentales, pero que extinguía condena por homicidio. Para su fortuna, finalmente lo encontró: se había despegado de la cuadra en algún momento de la noche, para buscar un par de zapatos que le acomodaran y en algún descuido de los vigilantes, se acercó al Hospital del presidio donde pasó la noche. Sin embargo, ubicado al reo y la notificación, el castigo no se hizo esperar.
Como repetimos, la disciplina y la corrección eran los emblemas del correcto entendimiento en aquella cárcel de principios del siglo veinte en la ciudad de Guatemala, y el separarse de las famosas –cuadras- sin autorización superior, era severamente castigado con azotes, o bien con el encierro en el famoso “amansaburros” lugar de castigo tremendamente temido por los presidiarios, más si se trataba de los llamados presos políticos.
El jefe de la guardia, hizo que trajeran al supuestamente evadido y por supuesto a Emiliano como Jefe de Cuadra. Este último fue el encomendado, según era la costumbre, para dar inicio al castigo frente a los otros doscientos treinta y nueve. Para tal efecto, se utilizaba como flagelo el “varejón”. Así, dieron inicio a los azotes a aquel pobre infeliz, y en esa tarea estaban cuando a la mitad de la severa y brutal reprimenda, el hombre volteó su mirada al rostro de Emiliano, una mirada perdida entre el dolor, el sufrimiento y la desesperación, quien con el instrumento de tortura en la mano, recordó la propia mirada del Cristo del Padre Gabriel: aquella imagen del redentor que había sido trasladada a la Capilla penitenciaria, y que horas antes había sido objeto de cuidado y respeto, servía como un impresionante contraste para nuestro personaje, pues él se encontraba fustigando y torturando a un ser humano, una persona que estaba sufriendo los mismos azotes que Jesucristo recibió, por la salvación del mundo. Veinte siglos después, se repetía el cruel e inhumano castigo…