Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor
Doña Mercedes, la señora que cuidó a mi abuelo durante diez años, murió de manera repentina. Estaba sirviéndole café y champurradas al viejo cuando su corazón, que de joven palpitó por amores que no le correspondieron, entró en huelga irrenunciable.
El café, al no poder caer en cámara lenta, se derramó sobre ella como aguacero en día soleado.
Las champurradas rodaron traviesas como juguetes de niño a esconderse bajo la cama.
Mi abuelo Martín, que no entendió esa nefasta teatralidad, contuvo la saliva que se le había formado en su boca cuando el aroma de la bebida caliente sedujo a su paladar.
Postrado en la cama, casi inválido, tuvo que pasar esa noche con doña Mercedes, muerta precisamente al lado de su cama.
No pudo hacer ninguna llamada porque sus manos y su cuerpo fueron incapaces de llevarlo hasta el aparato telefónico. Inerme quedó con la vista prendida del techo de machimbre mientras soportaba una leve llovizna de excreciones de polillas que, irreverente cayó del machimbrado.
Mi abuelo, según me contó después, lloró casi toda la noche como consecuencia de la imposibilidad de mover su humanidad. El terror de la muerte lo hizo orinarse en la cama; la jocosidad de un pensamiento subversivo en esa situación ingrata, lo conminó a decirle a la occisa: “estamos a mano; los dos estamos mojados”. Sin embargo, no le brotó la risa; le habría parecido, después, una enorme irreverencia con el cuerpo de esa mujer que lo cuidó de manera tan abnegada durante tanto tiempo.
Al día siguiente, cuando llegué a visitarlo me corroyó la incertidumbre al ver el cuadro en el que doña Meches y mi viejo se encontraban. No pude preguntarle nada ni él darme explicaciones inmediatas porque las palabras se quedaron en nuestras trincheras bucales.
Toqué a mi abuelo y estaba con una frialdad extrema. ¡Qué milagro encontrarlo vivo a merced de una presión sanguínea tan baja!
Sus ojos estaban encuevados a pesar de que intentaban desorbitarse. La placa dental había renunciado al asidero de sus encías y abandonado la cavidad bucal; parecía solazada y ajena a todo el descalabro que allí se había constituido: descansaba con los dientes pelados en pleno suelo.
Yo parecía idiota buscando desesperadamente a alguien que me dijera qué hacer y mi abuelo no se hacía entender. Hizo esfuerzos terribles por hablarme, pero estaba atrapado en una mudez extrema provocada por el pánico de esa noche de miedo y desesperación.
Después que los de la funeraria se llevaron el cuerpo de doña Meches y luego de bañar al abuelo, lo pasé a otro cuarto y me senté a la par suya. Tenía una tembladera terrible y sus ojos, por más que lo intentaban, no lograban salvarse del naufragio en el cual se encontraban.
Intenté apropiarme de lo que mi abuelo sentía y experimenté un pánico terrible.
Así como estaba, lo imaginé sólo y abandonado en una isla desierta. Imposibilitado para luchar contra las bestias y peligros inminentes. ¡Qué desamparo en el que lo vi!
Toda la vida, en ese momento, pasó corriendo en desbandada frente a mí.
Cuando terminé de limpiarlo y bañarlo, él me vio con agradecimiento. Le coloqué su placa dental en su encía. Enseguida, con lágrimas en los ojos me atrajo hacia él; me abrazó con inmensa ternura y manifiesto desamparo. Luego de un momento, cuando la placa dental y sus dientes dejaron de castañetear, me dijo balbuciente:
-M’hijo, servime café.
De inmediato fui a la cocina y lo preparé. Tuve que sostenerle la taza y dárselo por sorbitos porque sus manos fueron incapaces de sostenerla.
Entonces, al verlo tomar la bebida con extrema dificultad, entendí que alguien debía hacerse cargo de él, ahora que doña Meches falleció, ya que siempre se negó a vivir en mi casa.
Un pensamiento, fugaz como ladrón que corre para que su víctima no lo alcance, me dejó con una sensación de inquietud: ¿Quién cuidará ahora del abuelo? En ese momento también entendí que el único que podría tomarlo bajo su cuidado era yo. Cuando se lo conté a mis hijos, ellos sin vacilar, me dijeron: “sí, papá; tú debes cuidarlo; es tu deber”.
Desde el mismo día del funeral de doña Meches me instalé en la casa del abuelo Martín. Él estaba feliz -me dijo-, porque me tendría cerca todas las noches. Durante el día lo cuidaría una vecina a la que logré convencer de hacerlo mientras encontraba a una empleada permanente.
La primera noche y casi todas las que pasé allí, tuvieron una particularidad: al levantarme e ir a hacer pipí al cuarto de baño, siempre, al encender la luz, sorprendía a una cucaracha, en el área de la ducha.
Al sentir mi presencia, las cucarachas realizaban algunos movimientos desesperados por huir; sin embargo, ninguna logró escapar. Fui implacable. Al entrar caminaba con sigilo porque pensaba que, si la cucaracha percibía la presencia de un extraño, se pondría a resguardo y yo no tendría la oportunidad de exterminarla. Ese aparecimiento de las cucarachas en el baño, llegó a parecerme un misterio. Hubo pocas noches en las cuales dejó de aparecer alguna. Sin embargo, al día siguiente aparecían dos o tres. Fue una rutina nocturna que, para mí, duró hasta que el abuelo murió, meses después.
El día del entierro, quedé tan agotado que no quise dormir solo en la casa del abuelo; decidí pasar la noche en mi casa.
Al estar en mi hogar, acostado, comencé a evocar a las cucarachas en la casa de mi abuelo. Abundancia de situaciones cómicas se presentaron al escenario de mis pensamientos. Al entrar al baño de mi casa, extrañé la incomparecencia de la cucaracha cotidiana. Parado, mientras orinaba, retozaba y fantaseaba con las cucas. Con esos pensamientos regresé a la cama.
No sé por qué, la bañera de la casa de mi abuelo me pareció el Coliseo romano; con ese pensamiento me quedé estancado. Yo estaba sentado en las gradas de ese coloso en medio de un griterío desmesurado. Lo vi y sentí como el suceso más verídico. Sentía cómo las corrientes de adrenalina volvían locas a las multitudes que no cesaban de hacer movimientos exagerados como vías para el desfogue de las emociones más crueles y sanguinarias.
Las túnicas de los romanos hacían que esa ola humana, enfurecida, se volviera más impresionante. Y desde mi situación de espectador vi cómo las cucarachas salían de sus fosos y eran conducidas a la arena: terrible escenario de destripadero, muerte, emoción y sufrimiento. Esos animales minúsculos que a mí me parecían enormes; no sé por qué yo los veía como gladiadores saliendo a la arena para enfrentarse a otros. O ser devorados por las bestias más descomunales que el emperador romano había ordenado traer de África. Sentí que, al trasladarme de nuevo a mi casa, le avivé la diversión, el gozo y los adrenalinazos a la multitud romana; pensé: los gladiadores no volverán a respirar tranquilos; se hospedarán en la agonía del combate, la soledad de los fosos subterráneos o el dedo aniquilador del emperador que ordenaba su muerte.
Imaginé que, en libertad, esos gladiadores-cucarachas podrían realizarse de la manera más plena para, al final, reencarnarse, pasados los siglos, en personas mansas, humildes, incapaces de matar una o dos moscas.
Lo único que me quedó de toda esta experiencia fue sentir una culpabilidad positiva al saber que esos romanos, hambrientos de sangre, ya no podrían disfrutar del sufrimiento y muerte de miles de cucarachas. Solo serían capaces de albergar en sus corazones la más pura piedad y mansedumbre.
Ya no serán cucarachas que deberán ser sacadas a la fuerza de sus fosas y escondites para brindar el espectáculo de la violencia de la cual ellas serían las víctimas de ese circo romano.
Ya no serían la atracción de las multitudes.
Y bien, ¡qué pesadilla más espantosa!
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