Hugo Amador Us,
Miembro del Centro Pen Guatemala

Para mi mala suerte, mis temores se confirmaron. Al fin llegó la tan anunciada velada en la que íbamos a tener al flamante Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa presentando su novela Tiempos Recios y que iba a ser comentada por un historiador argentino y un escritor asturiano. Aún me resulta un poco inexplicable por qué no se invitó a comentar a algún novelista o historiador guatemalteco tratándose de un tema nacional.

Al poco tiempo de iniciada la tertulia, ésta me fue pareciendo un tanto insulsa, carente de debate, de polémica, sólo salvada por la lucidez del peruano especialmente cuando hacía gala de sus referentes literarios (Flaubert, Sartre) y cuando compartía con el público algunas de sus confesiones sobre sus gajes del oficio de crear ficciones. Esperaba unos comentaristas que hubieran estado a la altura del calibre intelectual y literario del laureado escritor. Sin embargo, el historiador Sabino parecía más empeñado en verle el lado “real”, “histórico” a un libro que por definición rehúye a los cánones de los libros académicos. Por su lado, hizo falta del escritor Pérez de Antón un poco más de discusión literaria y era notorio que evitaba entrar en las arenas movedizas del terreno ideológico-político al que el tema de la novela lleva inevitablemente.

La primera vez que leí a Vargas Llosa fue a los once años; recuerdo cómo inicié a leer La ciudad y los perros y no solté el libro hasta el final. Para mí fue toda una revelación; una incursión a la literatura realista de uno de los miembros más prominentes del llamado “boom latinoamericano”. Desde entonces, no dejé de seguirle la pista a su producción narrativa. Así, pasé por la, por ratos, desorientadora y complejísima lectura de Conversación en la catedral o la crítica mordaz a la izquierda latinoamericana en La historia de Mayta; su acercamiento al tema indígena en El Hablador (en el que, dicho sea de paso, el autor no oculta sus inclinaciones etnocentristas al igual que en su ensayo de La Utopía arcaica); o conocer un lado más jocoso en La tía Julia y el escribidor; su experimento con el género erótico en El elogio de la madrastra.

Sobre todo, me impresionó la capacidad de Vargas Llosa de escribir sobre tiempos y lugares ajenos a su Perú natal. El primer caso fue esa monumental novela de La guerra del fin del mundo ambientada en el nordeste brasileño de finales de siglo XIX donde recrea el levantamiento de Canudos dirigido por un personaje mesiánico, Antonio El Conselheiro. Luego vendría su aporte a la larga tradición de novelas sobre dictaduras latinoamericanas representada en la fabulosa Fiesta del chivo ambientada en República Dominica de la era Trujillo. A ellas se agregarían después el Paraíso en la otra esquina, El sueño del celta, y ese periplo de amor masoquista de Travesuras de la niña mala para volver a tomar después temas contemporáneos de Perú en Las cinco esquinas y El héroe discreto.

Al igual que Faulkner, García Márquez o Rulfo, Vargas Llosa ha logrado crear un mundo propio. Este mundo lo conforman el Jaguar y el Esclavo; el activista Mayta; el escribiente Pedro Camacho que termina confundiendo la realidad y la ficción; Zavalita y Ambrosio con su interminable conversación, y, entre tantos otros, el recreado dictador Rafael Trujillo o la misma Tía Julia (tomada de la real Julia Urquidi).

Luego y cargado de polémica, llegó Tiempos recios. Me ha llamado la atención las variadas reacciones y críticas literarias (y no literarias) que ha generado su última novela. Y es que razones sobran creo yo. Es verdad que, a juzgar por algunas de sus mejores novelas anteriores (en lo personal me quedo con Conversación en la catedral y la Guerra del fin del mundo) a la novela le hace falta profundidad, acaso estructura. No faltan quienes señalan que la novela parece haberse escrito medio a la carrera; hay algunas inconsistencias y quedan cabos sueltos. Hay por otro lado algunas críticas que han surgido motivadas acaso por la postura ideológica con la que se identifica al escritor más que a juzgar su obra en los términos estrictamente literarios. Estas me parecen más bien posturas miopes y torpes. Sería como negar los méritos literarios de Alejo Carpentier o de Octavio Paz por sus inclinaciones ideológicas o incluso sus conveniencias políticas.

Creo que el problema principal del libro es que los hechos históricos que se buscaron recrear (básicamente el derrocamiento de Árbenz por parte de Castillo Armas con el pleno apoyo de la CIA) son tan complejos que era difícil lograr una novela total, redonda. Y no es que nos hayan dicho algo nuevo. Abundan los estudios históricos, sobre todo de académicos extranjeros (Handy, Gleijeses) que han analizado profundamente ese período determinante de la historia moderna del país. La novedad, me parece a mí, es que siendo Vargas Llosa un connotado liberal latinoamericano (lo que en nuestras latitudes fácilmente se asocia con la derecha política) haya llegado, por sus indagaciones históricas con propósitos literarios, a una verdad que el mismo presidente Clinton reconoció allá por 1999: que la CIA, por medio de la operación PBSUCCESS, había derrocado al presidente Árbenz y con ello truncado un potencial camino de bienestar para el país.

Vargas Llosa sostiene que una novela en tanto obra de ficción es una mentira pero que entraña verdades profundas, en tanto metáfora de la condición humana. Y en el caso de Tiempos recios el escritor no se ha cansado de repetir tanto en las diversas entrevistas que ha dado como en la presentación del martes tres de diciembre en el Teatro Nacional que lo que se cometió contra Árbenz fue a todas luces no sólo una gran injusticia sino un terrible error geopolítico que sólo abrió las puertas a la radicalización de grupos organizados no sólo de la sociedad guatemalteca sino del resto de América Latina y la consecuente represión brutal que tanto dolor y sufrimiento causó. Y es en esta actitud donde se destaca Vargas Llosa en ser un liberal coherente y comprometido con sus ideas al igual que con su vocación literaria (reflejada quizá como pocas veces en su memorable discurso de recepción del Premio Rómulo Gallegos). He notado cómo en sus artículos periodísticos condena por igual lo que considera dictaduras de izquierda como de derecha que han plagado la historia de América Latina.

Me parece que Vargas Llosa abraza con honestidad el ideario liberal representado digamos en un Karl Popper o en un Isaiah Berlin. Y cuando el escritor, fiel a ese ideario que profesa, insiste que hay que condenar el atropello cometido contra Árbenz y la democracia, entonces se queda solo, pues su actitud, lamentablemente, parece no ser compartida por quienes dicen ser defensores de la libertad individual. Nada era más ilustrativo cuando el escritor insistía vehementemente a sus compañeros de la tertulia de marras que debían ser ellos (“nosotros los demócratas, los liberales” decía moviendo las manos) al igual que él quienes deberían reivindicar a Árbenz y lo que su programa de gobierno pudo haber significado para Guatemala. Puestos frente a una verdad incómoda, los supuestos liberales le dan la espalda y los del otro lado del espectro le reclaman abanderar un tema que, según ellos, es de su exclusivo monopolio. Incomprendido por unos y rechazado por otros, Vargas Llosa se queda en su soledad de gran escritor y de pensador liberal coherente a sus ideas políticas.

 

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