Edgar Ruano Najarro
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A Mario Vargas Llosa lo colocaron al centro, a su derecha quedó Carlos Sabino, argentino, y a su izquierda Francisco Pérez de Antón, español; trío que protagonizaría una “conversación”, como lo anunció la maestra de ceremonias, española, representante de Penguin Random House, la casa editora. Al único guatemalteco que se le dio entrada en el acto fue al Ministro de Cultura, quien lo declaró inaugurado con un largo discurso de maestro de pueblo de los tiempos de Manuel Estrada Cabrera, lleno de ditirambos y panegíricos para el escritor.

Vargas Llosa estuvo recientemente en Guatemala presentando el libro.
FOTO LA HORA/ESTEBAN CARDONA

La asistencia no fue lo masivo que se especuló semanas antes. La gran sala del teatro no alcanzó a llenarse, pero llama la atención que el público en su mayoría era de gentes de clase media alta, con algunas líneas de la oligarquía, de derecha, muy elegantes y muy blancas. Aparentemente, ningún maya, por lo menos no lo alcancé ver. Intelectuales y gentes de izquierda o siquiera de clase media baja, en franca minoría. Así fue lo que podríamos llamar la puesta en escena de la presentación de Tiempos Recios, con su flamante autor, Premio Nobel 2010, bastón en mano, sentado al centro del proscenio, como un monarca vestido al estilo casual.

El primero en intervenir fue Pérez de Antón, quien de pie, frente a un atril, fue el encargado de un “encomio” al autor, como lo llamó la maestra de ceremonias. Un discurso insulso, de unos diez minutos, en el que relató cómo conoció a Vargas Llosa y las veces que posteriormente lo vio “personalmente en persona” (fue su chistecito al estilo de los presentadores en la entrega de los óscares). Para darle más talante hollywoodense, Pérez de Antón terminó sus palabras “Con ustedes, Mario Vargas Llosa”. Aplausos cerrados del público y de mi parte, más por cortesía que otra cosa, con mis manos muy tiesas.

Reconozco que estaba muy predispuesto contra el escritor peruano por razones ideológicas, más no por literarias porque desde que Luis Eduardo Rivera me habló de él en 1972, siempre que pude leí con fruición algunas de sus principales novelas, en especial La guerra del fin del mundo que esta vez me la recomendó Edmundo Urrutia una tarde de café en Coyoacán.

Sabino abrió el “conversatorio” con las preguntas de cajón: ¿Cómo fue que decidiste escribir sobre ese tema? y otras similares. La respuesta fue larga e interesante, pero destaca el hecho de que Vargas Llosa relató cómo en la investigación histórica que hizo sobre los hechos y el contexto histórico político de la Guatemala de 1954, poco a poco fue creciendo para él la figura de Árbenz.

Dijo el escritor que Árbenz fue electo legítimamente en elecciones democráticas, que fue un personaje que fue conociendo las terribles condiciones sociales de la gran mayoría de su pueblo y se lanzó en un programa de profundas reformas; que los guatemaltecos deberían sentirse orgullosos de que en una época en la que campeaban las dictaduras “de confín a confín” del continente latinoamericano, en Guatemala había una democracia que quería ensayar un especie de revolución democrática y pacífica.

Fue muy evidente cómo a Sabino se le revolvían las tripas aunque tratara de mantener la compostura, hasta que ya no pudo más. Interrumpió al escritor para decir que “en ese punto” no estaba de acuerdo y que aunque respetaba mucho la figura de Árbenz, el problema había sido la cuestión del comunismo y cosas por el estilo. Vargas Llosa le replicó con los argumentos que usaría cualquier estudiante san carlista para desbaratar la cantaleta del comunismo, pues es un argumento que ya no puede sostenerse y que solamente lo siguen usando o creyendo en él los patrones de Sabino.

Vargas Llosa se dirigió a Pérez de Antón para decirle que lo quería oír, que cuál era su opinión. El autor del libro que contiene la historia de Pollo Campero fingió demencia. No se quiso mojar con la cuestión de Árbenz y salió con una pregunta sobre el narrador o los narradores en una novela y alguna cosa sobre Flaubert. Si a esas alturas la figura de Pérez de Antón se había empequeñecido por omisión, después de su pregunta, y un par de cosas más que dijo, se había vuelto un ratoncito que estaba sentadito en medio de su sillón, frente al sillón del otro ratoncito en el que se había convertido Sabino. Ninguno de los dos estuvo a la altura de las circunstancias, al nivel que lo requería la naturaleza del acto.

Mario Vargas Llosa continuó su arremetida, pero esta vez con un giro ideológico salido de lo más profundo de su pensamiento político. Dijo que era un contrasentido que la democracia más perfecta, la mejor democracia del mundo, como lo era Estados Unidos, hubiera destruido una democracia como la guatemalteca de Árbenz que quería los cambios pacíficamente. Agregó todo lo que ha venido diciendo desde hace semanas para alimentar el marketing de su novela y que muy bien lo ha resumido Mario Roberto Morales.

Tiene toda la razón este último cuando dice que hay una intención neoliberal de apropiarse de la figura de Árbenz. Vargas Llosa lo repitió esa noche: “Somos nosotros, los demócratas, los liberales, los que debemos defender a Árbenz, no los comunistas”. No obstante, diría yo, los neoliberales locales, junto con sus ideólogos como Sabino, ni eso entienden. Para ellos Árbenz era comunista y punto.

Quizá por ello cuando Vargas Llosa terminaba sus intervenciones, los músculos de mis manos se aflojaron y aplaudí holgadamente tan solo por percibir cómo a la mayoría del público presente también se le retorcían las tripas al escuchar tan altos elogios para Árbenz. Dos señoronas muy elegantes, que estaban en la fila delante de la mía, a cuya espalda yo me encontraba, se volteaban a ver a cada mención de Árbenz por parte del escritor con gestos de ¿Y este, qué le pasa? Fueron unos instantes imperdibles que me gocé plácidamente en medio de esta edad oscura que está viviendo Guatemala.

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