Adolfo Mazariegos
Escritor y Columnista de La Hora

Fue hace ya un buen tiempo, aun así, recuerdo perfectamente lo que dijo aquella mujer cuyo destino era cruzarse en mi camino por un rato esa tarde (o el mío cruzarme en el camino de ella, quién sabe).

Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Como si esas dos desafortunadas palabras las hubiera dicho más bien para mí.

Eran pasadas las cuatro.

Ese día llegué un poco más temprano que de costumbre al lugar donde suelo abordar el autobús de vuelta a casa. Normalmente llego pasadas las cinco.

Era lunes, cerca de la Navidad. No había tenido muy buen día y, además, esas desagradables y repetidas mordidas en el estómago me hacían recordar, inevitablemente, que no había comido nada desde la rosquilla y el café de la mañana.

La tarde estaba nublada. Me senté en una de esas bancas nuevas que habían instalado semanas atrás en algunas paradas de autobuses. Observé la calzada. Los automóviles pasaban veloces, la gente iba y venía, unos cruzaban por la pasarela, despreocupados (o preocupados; sería un poco difícil precisarlo sin al menos haberles visto los rostros un poco más de cerca); otros corrían presurosos, buscando y comprando algo en las ventas navideñas cercanas a los campos del Roosevelt, como cada fin de año.

Del otro lado de la calzada, una pequeña fila con no más de siete u ocho personas se dejaba ver saliendo de la agencia bancaria que quedaba justo enfrente. De este lado de la vía, al igual que yo, unos pocos más esperaban algún autobús.

A mi izquierda, un muchacho al que calculé veintitantos años, ocupaba el otro extremo de la banca: negra melena enmarañada, cejas pobladas, nariz grande, sonrisa y mirada extrañas. Calzaba unas viejas botas de cuero café y vestía totalmente de azul.

Un vendedor de periódicos se acercó y me ofreció algunos diarios, en un principio los rechacé, sin embargo, cuando el vendedor se retiraba, decidí comprar un ejemplar de La Hora para leer algo mientras esperaba el autobús. El joven voceador, sorprendido por mi abrupto cambio de parecer, se apresuró a decir, mientras me entregaba el diario: “son dos quetzales, don”. Le pagué y empecé rápidamente a leer los encabezados de algunas noticias: “Evitan huelga de transporte público en New York; Policía dispersa con gases y perdigones de goma a opositores en Caracas; Partido oficial justifica incremento presupuestario al Congreso de Guatemala” … De pronto, algo me desconcertó y me hizo dejar la lectura. El muchacho a mi izquierda golpeaba sus rodillas, con las palmas de las manos extendidas. Tarareaba algo que sonaba como una indescifrable canción infantil ?para mí desconocida? y parecía no darse cuenta de que yo lo observaba con sorpresa. Casi al mismo tiempo me percaté de la presencia de una mujer, obesa, algo mayor, vestida de riguroso negro, como si acabara de asistir a algún funeral; estaba de pie a unos pocos pasos de la banca, muy cerca al muchacho. Me vio con displicencia, como con desagrado, sacando una bolsa de papel de un maletín de lona descolorida que llevaba al hombro. Sin quitarme la vista de encima, le entregó aquella bolsa al muchacho. Este, a pesar de su notoria emoción, la recibió sin decir palabra, la colocó sobre sus piernas juntas y la abrió, observando con detenimiento el contenido; luego de unos instantes en los que me pareció indeciso, extrajo un pequeño paquete de galletas de cuyo envoltorio le costó mucho trabajo deshacerse, las disfrutó de manera muy evidente, y su sonrisa y mirada extrañas fueron mucho más extrañas por momentos.

Con la bolsa de papel en sus piernas y con restos de galleta en las manos, empezó a aplaudir; lo hizo seis o siete veces. Yo, sorprendido, fingí seguir leyendo el diario.

De nuevo introdujo su mano en aquella bolsa y sacó, ahora, una barra de chocolate. El procedimiento que utilizó con las galletas se repitió, pero esta vez, al concluir, observó sus manos detenidamente. Parecía maravillado, como si nunca las hubiera visto antes, manchadas con chocolate. Súbitamente empezó a lamer sus dedos uno a uno. Me puse de pie y aproveché para ver si venía el autobús. Disimuladamente observé que el muchacho nuevamente sacaba algo de su peculiar bolsa de papel. Un refresco en botella plástica. Tardó una eternidad para destaparlo y tan solo unos segundos para beberlo completamente. Pensé que allí terminaría todo, pero al refresco le siguieron una pequeña bolsa de papas fritas y hasta un bastoncillo de dulce con rayas blancas y rojas, de los que suelen verse por todos lados cuando se acercan las fiestas de fin de año. Yo empezaba a impacientarme por la tardanza del autobús; volví a sentarme para seguir fingiendo que leía.

El viento fresco de diciembre empezó a soplar trayendo consigo una leve llovizna que me pareció fuera de época, mientras la fila en la agencia bancaria de enfrente se hacía un poco más larga, ya tenía algunas personas más.

?Mami, ¿te acuerdas del agua de la fuente? ¡Parecía espejo! ?escuché que decía el muchacho, sonriendo. Sus palabras, inesperadamente, impregnaron de una inexplicable inocencia el ambiente decembrino de la Calzada Roosevelt.

La mujer no contestó.

En ese momento, el autobús que yo esperaba llegó y se detuvo justo frente a donde me encontraba. El conductor me observó sin decir palabra. Yo deseaba llegar a casa pronto, pero por alguna extraña razón que aún hoy desconozco, no abordé.

El autobús prosiguió su marcha.

El viento me arrebató, de pronto, una de las hojas del periódico, la pude ver volar algunos metros, pero no hice siquiera el intento de levantarla, seguramente ya se habría mojado con la llovizna que empezaba a caer un poco más fuerte.

La mujer, visiblemente impaciente, vio la hora en su diminuto reloj de pulsera que parecía estrangular su mano regordeta. Me pareció que maldecía entre dientes, no sé si porque se le había hecho tarde o porque tal vez su reloj no funcionaba.

?Son las cuatro y media? le dije, tratando de ser amable. Ella se volvió hacia donde yo me encontraba y me miró de pies a cabeza, luego se detuvo un segundo en mis ojos, sin decir palabra. Me dio la impresión de que con la mirada me decía: ¿y quién se lo ha preguntado, baboso? O tal vez, ¿y a mí qué me importa la hora de su mugroso reloj, yo tengo el mío, no lo ve? O algo como, ¡no sea metido, no le he preguntado nada!

Me sentí realmente estúpido. Desviando la mirada me pregunté en silencio: ¿por qué no habré subido al autobús?

Decidí caminar algunas calles y abordar otro autobús un poco más adelante, pero me detuve al escuchar hablar a la mujer.

?Caminemos unas calles ?le dijo al muchacho?, ese autobús parece que no va a pasar nunca.

Deduje que esperábamos buses diferentes; o que esperábamos el mismo, pero al igual que yo, por alguna extraña razón, ellos tampoco habían abordado el que yo también dejé pasar, lo cual me pareció una paradoja: no todos esperamos el mismo autobús, aunque lo hagamos en la misma estación.

El muchacho continuó sentado, sumergido en su mundo, ajeno a todo lo que le rodeaba y ajeno ?me pareció? a cada palabra que la mujer decía.

Otro autobús llegó en ese momento, no era el que yo esperaba, pero lo abordé sin pensar. Al subir, pude ver que aquella mujer tomaba del brazo al muchacho y lo jalaba impaciente para que éste empezara a caminar. Me dirigí a uno de los asientos del fondo mientras el autobús retomaba lentamente la marcha. A lo lejos, oí que la mujer le hablaba nuevamente a su hijo, casi en un grito. Me esforcé por escuchar, pero todo lo que alcancé a distinguir fue: “apresúrate idiota”. Y aún hoy me cuesta creer que escuché aquello. Quisiera creer que no escuché bien.

Nuevamente pensé: todos esperamos buses diferentes, aunque estemos en la misma estación… O a lo mejor esperamos el mismo, pero en estaciones equivocadas, quién sabe.

Artículo anteriorRetazos de olvido/recuerdo
Artículo siguienteUn adiós a un hermano chileno