JL Perdomo Orellana
Escritor y periodista
I
Tendenciosos lectores, lectoras y lectoros: hagan a un lado el sarpullido ideologizante y acepten que se trata de una novela “Cáustica, magnífica, serpenteante, expansiva y estimulante”. “Escrita con ritmo vertiginoso, permite leer una trama superior que a la vez esconde un tejido tupido, fuerte y denso que se mueve como un laberinto subterráneo”. “Un juego literario deslumbrante que atraviesa tiempo y espacio, para entregar un artefacto que va mucho más allá de una búsqueda de la verdad histórica”. “Un ajuste de cuentas que la sitúa como una de las mejores novelas de los últimos cincuenta años”. “Audaz, fascinante, obra mestiza que bebe lo mismo de la narrativa que del reportaje, la crónica, el ensayo y la academia”. “Inteligente y bien construida, una joya de la literatura”.
Más la turbamulta de adjetivos que plaguen los cintillos, solapas y contraportadas de los papeles que editoriales de todo pelaje imprimirán este fin de semana… una adjetivadera por completo ajena a Tiempos recios, en cuya cuarta de forros lo único que se ofrece es una “historia de conspiraciones internacionales e intereses encontrados”, una “novela apasionante, que conecta con la aclamada La Fiesta (sic) del Chivo”.
Un ofrecimiento que, si a la pasión de la compradera vamos, refleja lo que sucedió en los saldos blenorrágicos chapincapitalinos: 700 Tiempos recios vendidos en una sola librería el día del lanzamiento (sic) y unos mil previsores y angustiados compradores suscritos a la preventa.
Vender y comprar/ yo me vendo tú te vendes ella se vende él se vende/ ¡a ver quién los compra y por cuánto tiempo, antes de desecharlos como klínex usado!/ vender y comprar/ de eso se ha tratado siempre.
II
En una rencarnación pasada, en un país salvaje, aunque no tanto -al ver las hordas letradas que se agarraban a madrazos por ser los primeros en leer y rumiar sesudamente El amor en los tiempos del cólera-, el mecanógrafo de estas líneas se negó a enrolarse en esos choteos macondianos.
No la leyó ni se asomó a nada relacionado con sus previsibles páginas amelcochadas.
Aún no la lee y jamás lo hará: las orgías más majes son las que protagoniza la majada vestida y alborotada, con un libro en la mano. Por si este rechazo prebásico no fuese suficiente, para uno de los enemigos más cobardes de Miguel Ángel Asturias lo menos que debe haber es indiferencia y con ésta el mecanógrafo se sigue vengando del corroncho periodista costeño que lo menos que le dijo a Miguel Ángel fue “pobre diablo” mientras Luis Cardoza y Aragón, refocilado en regocijos de teja verdosa, afilaba el hacha para aporrear su marera Miguel Ángel Asturias, casi novela.
Debido a la zarabanda que con tics de comercial navideño sus fabricantes montaron para lanzarla (sic) -no porque su autor sea otro suramericano canalla arremetiendo a lo pendejo contra Asturias-, a Tiempos recios le esperaba lo mismo.
Pero ya se sabe que los registros sagrados de la amistad sirven tanto para ver sin malicias a las hermanas y los hermanos de los mejores amigos, como para perder el tiempo leyendo lo que uno ya decidió no leer.
(Nadie pierde el tiempo leyendo o releyendo La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, Historia de Mayta, El hablador e incluso La fiesta del Chivo. Que conste).
III
Así que “por regar la flor de la amistad”, resignado, casi franciscano, el mecanógrafo tuvo que chutarse las 353 páginas capicúa de Tiempos recios (que no compró ni le birló a nadie: nunca sabrá el porqué, pero fue otro amigo, cónsul para más señas, quien se las donó cabal el día que 700 lectores culebrearon la cola que nunca harán para comprar una obra de Asturias, Monteforte Toledo, Augusto Monterroso o Manuel José Arce).
IV
Por necio, pues, o por tomarse demasiado en serio la amistad en estos terregales donde lo único que se toma en serio es la nagüilona impunidad para meterle zancadilla al prójimo, el mecanógrafo consideró que está bien aventarse de cabeza en un libro y rajarse la mollera si a falta de un lago uno por lo menos se topa con un charco que atenúa el barquinazo.
Está bien, pero no tanto.
El vértigo se vuelve mareo de bolo chapoteando en sus propios orines si se cae en los espejos quebrados de un sartal de frases cajoneras y desechables muletillas, disculpables en las cuantiosas víctimas naturales de los farsantes talleres literarios, pero imperdonables en autores que llevan más de medio siglo suspendidos del negociable cordón umbilical letrado en modo Walmart.
De menos a más, éstos son unos cuantos pedazos de los espejos rotos que tornan pedregosa la lectura de Tiempos recios:
LOS CHAYES DE LAS FRASES CAJONERAS
“Como si todo esto no fuera suficiente” (p. 68).
“No le cabía ya la menor duda” (p. 79).
“Había toda clase de rumores” (p. 123).
“Un chorro de luz iluminó” (p. 137).
“Se retorció deliciosamente” (p. 157).
“Entró como una tromba” (p. 169).
“Se despertó en el acto” (p. 184).
LOS CHAYES DE LA LUEGUITIS
“Luego de otra larga pausa” (p. 23).
“Luego, calmadamente” (p. 120).
“Luego de sacar” (p. 139).
“Luego de esta visita” (p. 149).
“Luego estuvo” (p. 197).
“Luego de una lucha” (p. 232).
“Luego de hacerlo” (p. 244).
“Luego de su magro desayuno” (p. 288).
“Luego encargó” (p. 293).
“Luego llamó” (p. 297).
LOS CHAYES DEL CUANDISMO
“Cuando terminó” (p. 26).
“Cuando Sam” (p. 28).
“Cuando el joven” (p. 29).
“Cuando todos” (p. 34).
“Cuando todo aquello” (p. 52).
“Cuando, mucho tiempo” (p. 91).
“Cuando llegó” (p. 98).
“Cuando se convenció” (p. 103).
“Cuando volvió” (p. 106).
“Cuando llegó” (p. 109).
“Cuando el portón» (p. 111).
“Cuando el oficial” (p. 113).
“Cuando, al amanecer” (p. 142).
“Cuando Abbes” (p. 150).
“Cuando Martita” (p. 179).
“Cuando el auto” (p. 181).
“Cuando se aprestaba” (p. 194).
“Cuando terminó” (p. 199).
“Cuando la delegación” (p. 200).
“Cuando entró” (p. 202).
“Cuando, a los dos o tres años” (p. 206).
“Cuando, en la cárcel” (p. 207).
“Cuando Miss Guatemala” (p. 209).
“Cuando colgó” (p. 219).
“Cuando por fin” (p. 223).
“Cuando, el 18 de junio” (p. 229).
“Cuando Árbenz” (p. 238).
“Cuando Castillo Armas” (p. 264).
“Cuando Efrén” (p. 279).
“Cuando se quedó” (p. 294).
“Cuando, doce horas después” (p. 297).
“Cuando dejó a Cuchita” (p. 301).
“Cuando, a comienzos” (p. 307).
“Cuando se discutía” (p. 313).
“Cuando decidieron” (p. 319).
“Cuando Abbes” (p. 323).
“Cuando Abbes” (p. 330, sí: una vez más; no es dedazo).
“Cuando vio” (p. 331).
“Cuando le recuerdo” (p. 339).
“Cuando el asalto” (p. 351).
V
¡Cuánta razón tenía Augusto Monterroso cuando -¡carajo, el cuandismo se pega rápido!- dijo que ¡“la tontería acecha a cualquier autor a partir de la cuarta página”! (Lo que este sabio creador clásico no dijo es que la tontería acecha al lector desde la primera línea).
VI
En “Mario Vargas Llosa y sus tiempos necios”, Carlos López -el único editor todoterreno que le queda al mundo en idioma español y en quien la (in)justicia chilanga continúa cebándose pese a que la Cuarta Transformación del presidente Andrés Manuel va ya para el segundo año, según él y sus achichincles- sintetiza así la debacle: “¿Éstos son descuidos editoriales o el escritor le falta el respeto a los lectores de manera intencional?”.
En Tiempos recios hay abundancia de “callejones, guiones largos sueltos al final o al principio de línea… lugares comunes… hiperpuntuación y mal uso de comas… abuso de letras mayúsculas… pleonasmos… gerundios… repetición de frases adverbiales… anfibologías… loísmos… mismismos… repeticiones sin sentido”.
Tanto desbarajuste lleva al fundador de la indómita Editorial Praxis a concluir:
“Le hizo falta leer sobre la historia de Guatemala para escribir su historia. Pero eso quita tiempo y parece que le urgía escribir la novela”.
VII
Hay libros de los que uno sale lleno de coraje, como quería Robert Stone. Hay otros de los que uno sale marimbeado.
Después del alud de cascajo que desprenden cientos de sus páginas, Tiempos recios lo deja a uno suspirando por un tarro de mariguanol para, ya se sabe para qué.
Sí.
Talegueado por el tedio.
Pero lo suficientemente lúcido como para salir rumbo a la librería, con un único y aséptico propósito: devolver el libro subsidiado amigablemente por el cónsul y pedir a cambio, mínimo, Verdad y mentiras en la literatura de Stephen Vizinczey, La casa del dolor ajeno de Julián Herbert o A qué esperan los monos… de Yasmina Khadra.
En caso de que no los tengan, que es lo más seguro, negociar la diferencia de precios y conseguir el Curso de redacción: teoría y práctica de la composición y del estilo de Gonzalo Martín Vivaldi, para regalarlo a los correctores que no tuvo Tiempos recios.
Si tampoco tienen éste, que también es lo más seguro, renegociar la diferencia y adquirir Conversación en La Catedral y La tía Julia y el escribidor, que sin duda sí “están en stock”, faltaba más.
Para donárselos al autor de Tiempos recios y recordarle los buenos viejos tiempos.