Max Araujo
Escritor

Aunque todavía soy miembro de la Junta Directiva del Centro Cultural de España, antes Instituto Guatemalteco de Cultura Hispánica, los recuerdos que comparto son de cuando este importante centro binacional llevaba el nombre indicado. Aunque con la nueva denominación di en varias ocasiones talleres sobre el Derecho de la Cultura, los sábados por la mañana períodos de tres meses.

Fue en 1984 o en 1985, no recuerdo bien, cuando recibí una invitación para asistir a una reunión a la casa del embajador de España en Guatemala. Por aquellos años mi presencia en los medios de prensa era constante, por mi participación activa en eventos de literatura, por la publicación de algunos de mis libros, por mi asistencia a exposiciones de pintura y a otros eventos de cultura. Era miembro del Grupo Rin 78, que tenía una reconocida actividad editorial, y de algunos comités organizadores de actividades culturales. Esa creo que fue la razón por la que se me invitó a la mencionada reunión.

Estando en la misma se nos informó del interés que tenía la embajada de España de reiniciar las actividades del Instituto Guatemalteco de Cultura Hispánica, por lo que se nos propuso a los asistentes que ingresáramos como miembros activos. Algunos manifestamos nuestra aceptación, y se procedió días después a la elección de una junta directiva. Es el caso que el Instituto había dejado de funcionar en 1980 por la injustificada “quema” de la Embajada de España, y por el asesinato del licenciado Mertins, presidente de la Junta Directiva. Presumo que era interés del Gobierno de España el reinicio del Instituto como parte de la normalización de las relaciones con Guatemala.

Como lugar para la sede ya se había contratado un espacio apropiado en uno de los edificios que rodean la actual Plaza de España, entonces Plazuela España. Al poco tiempo, ya habilitados los salones y oficinas, se comenzó a funcionar con mucho éxito, sobre todo por la calidad de la oferta cultural, como por la capacidad de quienes integraron esa primera junta, entre quienes se encontraban Sian Aguado de Seidner, Arnoldo Ortiz Moscoso y Jesús Amurrio.

Me convertí en asiduo de las actividades, sobre todo porque era muy fácil dejar nuestros vehículos en las calles cercanas, y porque con algunos amigos, entre ellos Mario Monteforte Toledo y William Lemus, terminábamos después de algunas jornadas culturales en el restaurante Los Cebollines situado en los alrededores de la Plazuela España. Por ese sector se encontraba también La Cofradía de Godot, a donde cada miércoles al anochecer nos reuníamos grupos de escritores y de artistas, a gozar de las delicias del dios Baco y a conversar.

Mi oficina profesional, de abogado y notario, se encontraba en la zona 4, sobre la 7ª. avenida, en el edificio El Patio, en donde también, en el comedor El Establo, celebrábamos los conocidos almuerzos cotidianos con escritores y personas ligadas al ámbito de la cultura. Este edificio se encuentra ubicado a pocas cuadras de la entonces sede del Instituto, y además para ir a mi casa, situada por aquellos años en la zona 7, me era muy fácil, ya que tomaba la 12 calle de la zona 9, el boulevard Liberación y la Calzada San Juan.

Era fácil para mí asistir a los eventos del Instituto de Cultura Hispánica. Esa constancia hizo que al año siguiente de su reinicio se me invitara a formar parte de la Junta Directiva. Acepté con mucho entusiasmo y me integré a las sesiones-almuerzo de cada miércoles, en las que discutíamos y tomábamos las decisiones correspondientes, no solo en aspectos administrativos sino también en lo relacionado con los eventos culturales. Decidimos por aquellos años la publicación de una revista, a la que le pusimos como nombre Encuentro, que es valiosa por los textos que se publicaron y por las plumas que escribieron. En su Consejo Editorial participamos, entre otras personas: Amable Sánchez Torres, Marco Antonio Sagastume Gemmell, Cristina de Luján, Guillermina Herrera, Francisco Aguirre, Iván Barrera, René Poitevan, Carmen Deola, Ángel Pariente, cada uno con una trayectoria reconocida en el mundo cultural.

La mencionada revista se publicaba gracias a las gestiones de patrocinio de Lourdes Álvarez de Toledo, quien siempre conseguía los apoyos respectivos: Lourdes y su esposo Santiago, un ejecutivo de una empresa española en Guatemala, eran excelentes anfitriones, por lo que muchas veces nos reunimos en su casa, ubicada en La Cañada, en la zona 14 de la ciudad de Guatemala, para conversar, almorzar o para cenar. Siempre invitaban a destacadas personalidades del medio, entre ellos al abogado Edmundo Vásquez Martínez y Francisco Pérez de Antón. En una ocasión invitó al muso Ayau y a Mario Monteforte Toledo, y comentaron, algunos de los que estuvieron presentes, que fue un encuentro memorable, con discusiones de altura y con temas ideológicos encontrados. No se pusieron de acuerdo, pero surgió entre ellos un mutuo respeto.

Ser parte de la Junta Directiva y del consejo editorial de la revista Encuentro me hizo compartir con destacadas personalidades como el expresidente de la República Julio César Méndez Montenegro, el pintor Ramón Banús, el poeta Amable Sánchez, del exministro de Cultura Iván Barrera, de Carmen Deola, el doctor José Barnoya, de Guillermina Herrera, de Celso Lara, de don Julián Presa. Recuerdo que en una ocasión se nos convocó a los asociados una Asamblea en la que se elegiría una nueva Junta Directiva, llegado el momento de la misma nos encontramos con que de los pocos que llegaron, faltaba una persona para un cargo, pero pasó por uno de los pasillos el escritor Víctor Muñoz, años después Premio Nacional de Literatura, quien había llegado a una actividad cultural, por lo que simplemente lo llamé y le dije “te puedo proponer para un cargo en la junta directiva” y respondió que sí, por lo que inmediatamente lo elegimos.

De las reuniones con almuerzo recuerdo especialmente dos ocasiones, una cuando Ramón Banús hizo un dibujo y me lo obsequió. Años después se lo regalé a mi amiga Carolina Escobar Sarti, quien lo tiene expuesto en su casa familiar situada en el camino a Santa Elena Barillas, en donde se disfruta de una vista espectacular al lago de Amatitlán. La otra ocasión, cuando el doctor Barnoya hizo una caricatura de un personaje gordo, de perfil, que me dedicó de la siguiente forma “A Max Araujo. Parece ser la leva de un togado, solo es la camisa de fuera de un escritor abogado”. Días después la mandé al Diario La Hora, en donde la publicaron. Por aquellos años yo mantenía una columna, en ese periódico, con chismes del mundo de la cultura que se tituló “El ojo de Max Araujo”, que inicié en la página literaria del desaparecido El Imparcial. Yo llevaba mis colaboraciones a la casa del escritor y periodista Alfonso Enrique Barrientos, él la llevaba a dicho diario. Esa forma utilicé cuando Luis Alfredo Arango me entregó los primeros poemas de Humberto Ak’abal, para que yo se les entregara a Carlos René García Escobar, quien tenía una sección en el Suplemento Cultural titulada La Teluria Cultural. Lo mismo hice con la mencionada caricatura.

Mi participación en la Junta Directiva del Instituto de Cultura Hispánica significó también que hiciera amistad con algunos embajadores como Manolo Piñero y Víctor Fagilde, este último me invitó en algunas ocasiones a su casa para compartir con personalidades como el escritor Vázquez Montalbán, y el dramaturgo Antonio Gala. La esposa de Fagilde publicó una novela cuya acción se situó en Bogotá, en la que incluyó la toma de la Corte Suprema que tuvo lamentables consecuencias por la muerte de magistrados. En esos años, ese matrimonio pertenencia a los funcionarios de la Embajada de España en Colombia.

Como miembro de la Junta Directiva del Instituto tuve oportunidad de compartir con muchos escritores y escritoras que llegaron a Guatemala, como Rosa Monteros y Rosa Regás. Entre las anécdotas más importantes que recuerdo se encuentran los almuerzos en la casa del Embajador de España, en la zona 14, que, en dos ocasiones, en años distintos, lo hicimos con el príncipe Felipe, hoy Rey de España, pero hay una anécdota que merece ser contada y es la relacionada con la inauguración de la sede del Instituto en Cuatro Grados Norte, ya que me acompañó mi sobrino Eduardo Antonio, quien era un niño que estudiaba la primaria en el Colegio Príncipe de Asturias.

Como es normal, y siendo el único alumno del colegio que participó en el acto, la foto de ocasión fue inevitable. El llevó su cámara y yo tomé la instantánea. Al imprimirla descubrimos que por la altura del príncipe, y por enfocar al niño, don Felipe salió sin rostro. No habría pasado nada sino es porque don Amable Sánchez, exquisito poeta, escribió en una columna de elPeriódico un comentario sobre el niño y el príncipe. Esto hizo que en el colegio averiguaran de qué niño se trataba, y comprobada la identidad le pidieron a mi sobrino la fotografía. Apuros los que pasé con mi excompañero en la Asesoría del Ministerio de Cultura y Deportes, experto en informática, Byron Pac, para hacer un montaje con el rostro del príncipe. Fue así como mi sobrino llevó la fotografía solicitada al colegio.

Otro recuerdo, inolvidable para mí, fue cuando con ocasión de la entrega del Premio Guatemalteco de Novela, que por varios años organizamos los miembros de la Fundación Guatemalteca para las Letras, acto que yo presidía, Manuel Corleto, ganador, indicó cuando se le dio la palabra, que era indigna la cantidad que se le entregaba, veinte mil quetzales, e hizo otros comentarios en contra de la entidad patrocinadora, la Tabacalera Nacional, y ante el aplauso de los presentes procedió a destruir el cheque. Algunos asistentes y compañeros de mesa directiva se retiraron y me quedé solo presidiendo la misma, hasta que di prematuramente por terminado el acto. La recepción preparada ya no se celebró. Lo lamentable fue que, con esa acción, Corleto mató, sin pretenderlo, el certamen, que ya llevaba varios años de celebrarse, pero lo que muchas personas nunca se enteraron fue que Corleto, como si fuese un mago, destruyó un cheque falso, y al día siguiente a las nueve de la mañana cobró el premio. Cuando la Tabacalera solicitó que no se pagara el cheque ya había sido cobrado.

Otros dos recuerdos, memorables para mí, fueron: el primero que en un acto en la casa del Embajador se me entregó la encomienda de la Orden Isabel La Católica como reconocimiento a mi trabajo como miembro de la Junta Directiva, esto fue en 2004, porque en algún momento me tocó jugar un papel protagónico y de conciliación, por una serie de problemas que se ocasionaron por la destitución como de director del Instituto Pedro Luis Alonzo, que no vale la pena recordar, y el acto de entrega de un pequeño libro mío, entre la colección Ayer y Hoy de Artemis Edinter, titulado Cuentos del Des-Amaro, año 1996, que cuenta con una portada de Enrique Anleu Díaz y un generoso prólogo de Celso Lara.

Entre muchos aciertos de los años 90 del siglo XX del Instituto se encuentra que sirvió de sede, de manera gratuita, para un grupo de trabajo para promover una reforma judicial en Guatemala, y que en su salón principal se realizaron muchos eventos relacionados con el reconocimiento de los derechos culturales, sociales y políticos de los pueblos indígenas. Son tantos los recuerdos y los personajes que conocí en el Instituto de Cultura Hispánica, que llevaría más texto del concedido en esta publicación, pero sí quiero resaltar la época que se inició con Rossina Cazali, cuando se le nombró como Directora, ya en la sede que se tuvo en Cuatro Grados Norte, que convirtió al Centro Cultural de España, ya con ese nombre, en un lugar apropiado para las expresiones culturales contemporáneas, sobre todo para artistas jóvenes, que coincidió con una presencia más cercana por parte de la Embajada de España y del Gobierno español, que se mantiene hasta nuestros días, que hacen del antes conocido Instituto Guatemalteco de Cultura Hispánica, hoy Centro Cultural de España, en uno de los lugares más destacados en el mundo cultural de la ciudad de Guatemala, cuya sede se encuentra en uno de los edificios más emblemáticos del Centro Histórico de dicha ciudad, el Cine Lux, que cuando fue inaugurado en los años 30 del siglo XX se le conoció como el “palacio iluminado”, al que recordamos con añoranza quienes “sexteamos”, en distintas épocas. También de quienes fuimos habituales en sus galerías, y por las inolvidables presentaciones de teatro burlón con ocasión de las “huelgas de Dolores” de la Universidad de San Carlos, a las que no tuve el privilegio de asistir, pero que fueron más allá del imaginario de los asistentes.

Concluyo este texto manifestando que ha sido un honor y un privilegio ser miembro por tantos años de la Junta Directiva de tan importante Centro Cultural, pero también por la calidad y cantidad de eventos artísticos y culturales a lo que he podido asistir, al igual que miles de guatemaltecos de distintos estratos y de distintas procedencias.

PRESENTACIÓN

Entre las diversas definiciones que pueden asignarse al ser humano sin duda está la de homo historicus, un sujeto que desde la escritura deja registro de lo acontecido en busca de la interpretación de los hechos.  Se trataría de una reconstrucción de la realidad enfocada en lo que el narrador considera esencial para la comprensión de notas aisladas.  La articulación que aspira a darle sentido a lo que parece desordenado y sin propósito.

En eso consiste el trabajo que ofrecemos del escritor Max Araujo, en la sistematización de los orígenes del Instituto Guatemalteco de Cultura Hispánica.  Y aunque le llama “recuerdos”, como quien atiende más a una experiencia personal o subjetiva, son trazos de una historia que, sin el rigor de esa disciplina humanística, se constituye en apuntes para una elaboración científica posterior.

Otros trabajos no menos importantes del Suplemento son los textos de Roberto Samayoa, Miguel Flores y la entrevista realizada al pintor y escultor, Ramón Ávila.  Este último nos ofrece algunas ideas de su visión del arte, entre la que destaca su noción de creación artística como expresión de una realidad interior.  Por ello afirma que “si la interioridad no se transmite, la obra se estanca”, evidenciando la relación entre el mundo del espíritu del artista y la materialidad con que se construyen las obras a partir de las habilidades propias.

“Yo necesito estar bien conmigo mismo para poder pintar, si no, no pinto, por obligación no hago las cosas, hago las cosas porque quiero hacerlas”, explica Ávila.  

Como en otras ocasiones, nos inspira llegar a su casa para compartir con usted este trabajo de edición periodística.  Nuestro objetivo es servir de vehículo para la construcción de nuevos saberes a partir de su propia reflexión crítica.  Si lo logramos, en la medida que sea, nos damos por satisfechos y justifica el esfuerzo de quienes trabajamos desde esta trinchera de La Hora.  Un saludo cordial y hasta la próxima.

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