Por BERENICE BAUTISTA
MORELIA, México
Agencia (AP)
La película “Sanctorum” del mexicano Joshua Gil devela un mito sobre los agricultores mexicanos que se dedican a la siembra de droga, que contrario a lo que se piensa, no se vuelven ricos ni viven mucho mejor.
El negocio no está en la siembra sino en la reventa que hace el narco. De acuerdo con Gil, los campesinos pueden ganar unos 250 pesos (13 dólares) por cosechar la droga en jornadas de hasta 12 horas que no son fijas es decir, no tienen trabajo diario además de arriesgar su vida entre el narco y el ejército. En cambio, un kilo se vende por 800 a 1 mil pesos (42 a 52 dólares) a los primeros compradores, y en el mercado negro puede sumar hasta 20 mil pesos de ganancia.
A pesar de todo, niños, mujeres y hombres indígenas trabajan sembrando amapola o marihuana porque productos como el maíz o el café les generan menos dinero.
“No hay una política correcta y no hay una exploración adecuada con respecto al tema y parece que ni siquiera en este momento hay un interés por buscar una cierta alternativa”, dijo Gil en una entrevista en el Festival Internacional de Cine de Morelia, donde su cinta se exhibió en competencia en la sección de largometraje mexicano.
En el filme, vemos a un campesino decir que no está haciendo nada malo, sólo se dedica a lo único que le enseñaron sus padres y lo que ha hecho toda su vida: trabajar la tierra. Gil considera necesario legalizar la marihuana para acabar con la persecución, pero no cree que los campesinos se beneficien directamente de esta legalización.
“Para que tú empieces oficialmente con el cultivo necesitas un marco legal, muy preciso, y ellos no tienen los recursos para acercarse a esta parte”, explicó.
El idioma, la falta de recursos y la situación irregular de sus tierras serían algunos de los obstáculos que enfrentarían agricultores como los de “Sactorum”, rodada principalmente en el estado mexicano de Oaxaca y hablada en mixe o ayuuk, como este pueblo indígena autodenomina su lengua y cultura.
La cinta, que se estrenó previamente en el Festival de Cine de Venecia, muestra con gran naturalidad a una comunidad ayuuk en la intimidad: la cámara entra a sus casas, escuchamos sus conversaciones de mesa y compartimos el dolor de la muerte, aunque también tiene algunas estilizaciones, como la forma en la que se realiza un velorio con una cama de flores que fue una propuesta del director.
Este velorio sirve como puente entre la primera parte que tiene un tono más documental y la segunda, en la que se dio rienda suelta a la imaginación y que culmina con una jauría de perros mexicanos xoloitzcuintles, símbolo prehispánico de guía hacia el mundo de los muertos, corriendo por el bosque, así como con una caminata entre las estrellas.
“Lo que más me gusta de esas escenas es que no son postproducción, son realmente escenas que filmamos en vivo en Bolivia en el salar de Uyuni”, dijo Gil sobre la secuencia rodada con actores locales. “No hubo que hacer ahí trucaje ni nada. Era esperar, morirse de frío, pero filmar ahí”.
Sin embargo, al tratarse de una película que toca el tema del narco, la violencia era inevitable. Hay una escena de una ejecución que se ve desde lo alto de una montaña donde un grupo de personas desciende de una camioneta para ser acribilladas y calcinadas, con efectos visuales y sonoros impactantes. Gil actuó en esa escena.
“Está inspirada en Ayotzinapa obviamente”, dijo el director sobre los 43 estudiantes desparecidos en el estado mexicano Guerrero, colindante con Oaxaca, quienes supuestamente fueron calcinados. “El acercamiento de la película a la violencia para mí era importante… (pero) es una exploración mucho más emocional, sensorial, sonora que una cámara crudísima cuando matan a alguien. No era necesario, pero escuchas lo que está pasando y lo vives y reflexionas”.
La película aún no tiene fecha de estreno en México.