Hugo Gordillo
Escritor
Ladrones o importadores de dioses, copiones o intérpretes del arte griego, los romanos se expanden violentamente como la hiedra hacia los cuatro caminos. Conquistan Grecia con la espada y Grecia los conquista con la cultura. Al desarrollo y al esplendor de su imperio corresponde un arte imperial que empieza a destacar en la copia de escultura arquitectónica y monumental helénica con diferentes nombres.
A la diosa griega de las artes, ya no se le saluda en Roma como Atenea, sino como Minerva. Al principio solo la aristocracia romana es aficionada y entiende el arte de sus vecinos conquistados. La clase media, medio agarra el concepto y, la clase baja, se baja en la parada de la ignorancia. La arquitectura empieza a dejar de ser copia griega cuando se le busca utilidad a la obra, convirtiéndola en acueducto o puente.
Tan utilitarios como la amplia red de caminos provinciales sobre los que están construidas muchas carreteras de Europa. Corre tanta agua por los acueductos, que alcanza para hacer lagos artificiales donde se recrean las batallas marinas de invasión. Mientras los aristócratas abandonan las ciudades, los futuros conquistadores ascienden desde lo más bajo, a través de las cloacas militares para convertirse en generales, aspirantes o detentadores del poder como los césares.
A la par ascienden los artistas de las clases populares, especializados en el retrato, arraigado en la tradición etrusca de acompañar al difunto con su imagen de cera más chingona. Tan arraigada está la tradición, que los plebeyos romanos terminan poniendo retratos de sus muertitos en los velatorios. Un arte con fines privados, contrario a los fines de las estatuas griegas, diseminadas como honor público de cultura física.
Un arte que también sobrepasa la desnudez masculina. Así, las imágenes de mujeres sin ropa se encuentran en los templos y, con poses eróticas o teniendo sexo, en los baños termales. La locura de la pintura llega a tocar a cinco emperadores que se echan sus pinceladas finas y gruesas. El más grueso de todos: Nerón, que se hace adular en público como pintor, poeta, bailarín y atleta, poco antes de incendiar Roma.
La pintura es un arte “continuo” a manera de relato con acciones paso a paso. Es fundamental para respaldar la épica conquistadora o la simple anécdota. Bajo las premisas de que lo que se ve se cree, todo debe ser comprobado por el relato épico, ilustrativo y “cinematográfico”. Si no hay imágenes, no es cierto. Por eso, el séquito del general fortachón lleva los carteles que informan de las hazañas de conquista y de cómo quedan maltrechos los conquistados bajo el yugo imperial.
En los juicios, los acusados presentan tantas o más pinturas en su defensa, de las que muestran sus acusadores. En los templos, los creyentes se somatan el pecho como pecadores o en agradecimiento por algún favor, rodeados de cuadros que ofrecen a las divinidades. No solo de pan y circo vive el romano. También de imágenes que son su noticiero sin horario, con sus notas rojas y su amarillismo; su artículo de opinión revistero y su cortometraje de acción.
La helenización de Roma da su lugar preferencial al poeta y, tardíamente, al artista plástico. Porque el que nace poeta nace con suerte. Es el “vate” y tiene su mecenas privado o cortesano. El escultor y el pintor son trabajadores manuales y, si no se les desprecia, por lo menos se les orilla, porque andan todos manchados de pintura o embadurnados de arcilla. Contrariamente, el poeta siempre está limpio, no se mancha con sus escritos y anda con dinero en la bolsa.
Los artistas añoran una helenización generalizada en la que se reconozca su labor, como en Grecia. Porque allá, los pintores Parrasio y Zeuxis no solo firmaron sus obras, sino que se hicieron ricos con el arte. Apeles fue el consentido de Alejandro Magno y la gente veneraba a los artistas. Si la honorabilidad recae en algunos artistas romanos es porque trabajan por amor al arte y no cobran. Roma no solo es la fragua de la arquitectura europea por la creación de su famoso arco, vigente por los siglos de los siglos.
Sin arco no puede haber puente para expandir el imperio, ni acueducto para abastecerse de agua. Sin arco, no hay basílica cupular con templo, salón comunal y tribunales incluidos. Gracias al arco, el romano estrena edificios de muchos niveles. Gracias al arco hay coliseo trágico-circense para la gente del pueblo que ríe y aplaude en los linderos del círculo de la muerte, salvo que la víctima sea su familiar. Tanto es el orgullo romano que a esa invención le denomina “arco del triunfo” bajo el cual deben pasar los ejércitos vencedores imperialistas, donde se declara oficialmente la victoria.
Para la historia quedan las columnas de hasta cincuenta metros, como la de Trajano, con tallado cinematográfico de las hazañas de conquista, un parte de guerra al rojo vivo. El emperador lo tiene todo porque es todo y así lo entiende el pueblo. Para el gobernante cuando está vivo y para el semidiós cuando está muerto, los cuadros, las estatuas y los templos, son instrumentos de propaganda para mantener su buena imagen con imágenes.