Jorge Ovalle Menéndez
Profesor y periodista

• Contemplo el cielo, Nirvana. El viento, que también es tenue, parece traer su voz. La evoco y le digo que la amo. (…y todo es silencio).

Hacía frío y había neblina, mucho frío y mucha neblina. Salió apresurado de su casa luego de recibir una llamada para que se presentara a su trabajo, pues ocurría algo importante a lo que sólo él le podía dar solución y aunque estaba de vacaciones decidió atenderla y partió apremiado, de urgencia, al lugar de sus labores, impulsado por la responsabilidad que pocos como él tienen en este país. Ni siquiera se llevó su mochila en la que regularmente cargaba los recursos que, de alguna manera, a veces, le servían en su trabajo, sólo tomó sus tarjetas, sus documentos de identificación y algo de dinero en efectivo, nada más. Se cubrió con un chaleco enguatado rojo, una chumpa azul, también enguatada, una bufanda roja con negro, de manta, y unos guantes negros, de lana. En lo que recorrió de su casa a la esquina, se saludó con una vecina de avanzada edad, que coincidió con él al salir de su vivienda y cuyo esposo acababa de fallecer. Como a unos 3.5 metros atrás de él, un tipo arrancaba una motocicleta gris. Eran como las 5:30.

El hombre del paraguas negro salió apresurado luego de la llamada, en su camino también vio que las tortolitas de todos los días picoteaban como siempre el maicillo que alguna persona generosa les tiraba cotidianamente cada madrugada en la calle adoquinada, alguna dio un brinquito, espantada, a su paso. Mientras se arreglaba la bufanda de manta, al levantar la cabeza, vio como un par de zapatos viejos y sin suelas colgaban en los cables que, como extrañas guirnaldas, de poste en poste, llevan la energía eléctrica a las casas, luego todo fue un centellar y oscuridad a la vez para él.

Apenas si logró escuchar algo como un ruido seco, después cayó de boca, de la cual le empezó a brotar un delgado hilo de sangre, también de la espalda le brotaba, pero en mayor cantidad. Las aves, unas once, volaron asustadas, despavoridas, hacia el sur, revoloteando con sus plumas castañas, anchas y negras en el cuello, blancas y rosas en el pecho, y su oscura cola extendida en abanico; la vecina regresó corriendo, despavorida, estremecida y con miedo a refugiarse en su casa, introduciendo con torpeza la llave en la chapa de la puerta.

En la banqueta gris y como de un metro de ancho, el hombre del paraguas negro sintió que un vahído lo aniquilaba, limitándolo en su respiración, lo hacía perderse en una oscuridad que le atormentaba y le provocaba angustia, mucho temor, que le hacía sentir como que partía dando vueltas y a la vez le atrapaba en una larga y vacía inmensidad tremendamente oscura, desesperante y espantosamente lóbrega, sombría y tenebrosa.

Allí estaba boca abajo, escuchando una y mil voces varias veces: lo siento mucho, esto no te debió pasar a ti, es injusto, pero así es la vida, injusta, entiéndelo, debes comprenderlo. Le parecía una película sin final feliz, mejor dicho, una vida sin final feliz, aunque siempre había luchado y vivido para que todo fuera lo contrario, para que todo fuera amor, paz, felicidad y tranquilidad, aún en el final de sus días, todo alimentado por el amor… El amor a Dios, a su prójimo y a sí mismo, fundamentalmente “a sí mismo”, porque quien no se ama a sí mismo, pensaba siempre, no tiene, ¡nunca va tener!, la capacidad de amar a su prójimo, a su próximo, mucho menos a Dios, que es tan etéreo, incorpóreo, intangible, invisible, inmaterial, místico, espiritual; sin embargo, no fue así.

Como dice la sabiduría popular, pensaba en medio de ese remolino que estaba viviendo en el momento final de sus días, uno pone, Dios dispone, viene el diablo y todo lo descompone. El final se le estaba pintando de otra manera a como lo había pensado, a como lo había construido… Tratado de construir, se corrigió… Es bien cierto, se dijo, que ante la inminencia de la muerte, toda la vida pasa ante los ojos de las personas… Y ahora su vida estaba pasando ante sus ojos, ante su nublada mirada. Pensó en su adorada Nirvana, su amada esposa, esencia suprema de su felicidad, en los versos que le escribió en las horas de incertidumbre cuando ella no estuvo a su lado, porque por una grave enfermedad tuvo que estar ausente de él, de su vida, de su todo:

Tibias lágrimas se pegaron a mis mejillas y terminaron frías porque no quise secármelas. Eran sentimientos que brotaban por mis ojos y no quise que se apartaran de mí, preferí que permanecieran allí, tristes.

No sé dónde está, ni cómo. Esta noche veo al cielo, que luce de un azul oscuro, y no hay estrellas, la luna se fue ayer…

Permanezco aquí, en la terraza, sentado en una pequeña escalera. En el cielo imagino su rostro, su sonrisa, blanca como una nube que ahora no veo; su pelo como una extensión del negro firmamento; el brillo de sus ojos, como el de dos estrellas que no están.

Contemplo el cielo, Nirvana. El viento, que también es tenue, parece traer su voz. La evoco y le digo que la amo. (Y todo es silencio).

Luego se dio cuenta que ya no la volvería a ver, pues ella había muerto hacía 3 meses, 3 semanas y 3 días, a lo cual él no se resignaba; sin embargo, ahora estaba allí, listo para irla a buscar, para volar por ella y hacia ella, eso, dentro de todo, le dio una extraña alegría, estaba a punto de ser más espíritu que carne, próximo a pasar a un estado inmaterial, invisible, intangible, incorpóreo, etéreo.

Así pensaba en esa hora de su vida, en esa hora de su muerte, creyendo escuchar una voz que decía: “Ya no hay nada que hacer”, recordando el día aquel en que el santo patrono de su pueblo, en procesión, llegó hasta la puerta de su casa, acompañado de la fe de los feligreses que lo llevaban en hombros de calle en calle y de altar en altar, cada uno improvisado en el frente de algunas casas, adornado con imágenes religiosas, las infaltables jacarandas en alfombras y velas encendidas simbolizando la divina luz; trajo a su memoria la mirada, la expresión, llena de esperanza de aquel adolescente en silla de ruedas que llevado por su madre acompañó todo el recorrido del cortejo religioso, sus oraciones y su alegre música propia de la fiesta de la vida. Recordando esto, volvió a escuchar la voz que ahora le murmuraba tres veces al oído: “Yo te perdono tus pecados… yo te perdono… yo te”.

(Guatemala, 25 de abril de 2019; a las 12:43, en una madrugada que invita a estar despierto).

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