Maco Luna
Escritor
(Basada en una historia de Rubén Danilo Orozco Nájera)
Esta historia encontró su ombligo en Moyuta, un poblado que el olvido estableció en las tierras altas de un macizo montañoso. Aunque su clima es generalmente templado, para llegar a ese paraíso es necesario pasar lugares que son auténticas calderas del diablo que encierran costumbres de campo y sol.
Alberto tenía algunos familiares en Moyuta y había puesto la esperanza del amor en cuatro señoritas de allá. Alto y moreno, con la inocencia a flor de piel como para enamorarse de un suspiro, este joven que vivía y estudiaba en la capital decidió un buen día salir en busca de su destino.
Muy temprano abordó La Humilde, para viajar a la ciudad del olvido y el amor. Al entrar al pueblo buscó a sus parientes, que lo recibieron con todo el cariño y la hospitalidad que sabe tener esa gente sencilla. Pronto se enteró que corría la noticia de que en el oscuro rincón de una casa se aparecía la virgen. Sus primas lo convencieron de ir a presenciar tan misterioso acontecimiento, y de paso lo conectarían con las candidatas de su corazón.
Este fue el anzuelo que hizo que Alberto aceptara ir a curiosear. Caminaron un rato por las adoquinadas calles del pueblo hasta llegar a una casa de láminas y una malla metálica. Por un sendero de velas, una larga fila de curiosos se movía de vez en cuando, con la esperanza de entrar y obtener prodigios a cambio de plegarias y penitencias.
Alberto y sus acompañantes estuvieron en la fila por más de dos horas, tiempo que transcurrió entre empujones y sueños. Aprovecharé la ocasión y le voy a pedir a la Virgen la maravilla del amor. Que me ayude a encontrarlo en este lugar, pensaba Alberto mientras la cola reptaba lentamente hacia el interior de la casa. “Allá adentro están las patojas que te quiero presentar”, le dijo una de sus primas. “No tienen novio, y vos, que sos capitalino, vas a ser novedad para ellas”, le prometió la otra. Con la ilusión prendida en el corazón, el muchacho seguía la lenta marcha de los feligreses.
Por fin entraron en la habitación. Estaba casi a oscuras. Digo casi porque las velas les regalaban algo de luz. A quien le tocaba el turno ponía la mano en la pared, justo donde calculaba que estaba la silueta de Nuestra Señora. Alberto no veía nada, y en su interior solo aleteaba el deseo de ver a las muchachas candidatas de su amor. La curiosidad le tomó la mano y, sin pensar, movió el pezón del interruptor y encendió la luz. De pronto ya no había virgen, solo una mano en la pared y una plegaria en el techo.
Las primas, rojas de vergüenza, se fueron sin dirigirle la palabra, mientras la dueña de la casa le gritaba a la gente: “Ya no hagan más cola, señores, porque un ishto encendió la luz y la Virgen se fue. Cuando Alberto salió, todavía encandilado, fue recibido a pedradas y maldiciones. El grito de ¡ALLÍ ESTÁ EL QUE SE ROBÓ LA VIRGEN! lo perseguía por las calles.
Al joven se le olvidó el milagro del amor mientras corría con todas las fuerzas de su juventud. Corrió, corrió y corrió… Tres meses después se dejó oír la noticia de que en un oscuro rincón de Jutiapa crecía un ramo de rosas blancas.