BrendaCarol Morales
Escritora
Cuando niña, recuerdo bien, ¡uf! a pesar de tanto tiempo pasado, los pisos de mi casa eran pisos de gente pobre: una triste torta de cemento sin cernido, hecho a la ligera por mi abuelo, que pensó —¡Ah!, viejo avaro— en la inconveniencia de dar mejor posada a su pobre hija con tanta prole y un marido atolondrado.
Así que nunca lo vi brillar; a lo sumo, logré verlo algunas veces aceptablemente limpio, fresco con olorcito a mojado y sin manchas renegridas. Es que a veces le daba a mi madre por lavarlo, despilfarrar agua y castigar al viejo que se atragantaba semejante gasto, para él, innecesario. Esos días de la lavada de pisos eran como días de fiesta, tan así que venía ella y cambiaba todo de lugar. Vaya, hasta la pobreza se escondía.
Pero esos días de gloria eran tan contados que yo no podía dejar de ver con envidia los pisos donde transitaban mis abuelos y mi tío más pequeño. Me decía que en semejante piso el brillo sería tarea sencilla.
Crecí y mis pisos fueron de mejor categoría, tan parecidos a los de mis primeras apetencias. Sin embargo, ¡ay! ¡Qué terrible cosa la limpieza! Entre pañales, llantos y pachas, atender hijos, marido y preparar comidas, el brillo en los pisos siguió siendo un sueño en mi vida, algo para lo que no me sentí capacitada. Sin embargo, cuando él se fue y dejó para mí la tarea suprema de vivir sola, me aferré a los pisos y luché, ¡vaya que luché!, por hacerlos brillantes —manía, me dijo la psicóloga, —para tratar de tener algo en orden. Fracasé y me sentí frustrada, lo confieso, porque nunca los hice brillar como yo quería. Al fin, como todo pasa, y tal como dice Bécquer, “Es un sueño la vida, pero un sueño febril que dura un punto; cuando de él se despierta, se ve que todo es vanidad y humo…” Yo también dejé la manía.
A veces me dan ataques y me esmero por hacerlos brillar como lo hace mi vecina mas no puedo. Humildemente reconozco que no puedo.
Ya no me atormento ni me preocupa porque creo que ella nació para eso y yo… yo para escribir estas tonterías.