Miguel Flores Castellanos
Doctor en Artes y Letras

El arte visual en Guatemala se ha convertido en un objeto simbólico del que la mayoría de las organizaciones de caridad pretenden obtener beneficios. Estos réditos no solo son monetarios, sino también de prestigio social, por ello es posible ver a jóvenes ejecutivos pudientes vinculados en la actividad.

El inicio de mercado del arte, como se conoce hoy en día en el país, se puede situar en 1964, cuando Luis Díaz y Daniel Schafer fundaron la Galería DS. Era la época de la construcción de lo que el filósofo Arthur Danto denominó Art Word (mundo del arte), constituido por la relevancia de las instituciones –museos, curadores, críticos y galerías de arte– como unidades coordinadas para consagrar un arte cargado de significados difíciles de apreciar para un neófito. Eran los tiempos del Expresionismo abstracto, Pop Art, del Op Art, del arte Cinético.

Establecer la Galería DS fue el primer paso en la creación de la institucionalidad del arte en el sector privado. En ese entonces el liderazgo en el arte visual lo tenía la Unidad de Artes Plásticas de la Dirección General de Cultura y Bellas Artes, del Ministerio de Educación, por mucho tiempo dirigida por el artista Víctor Vásquez Kestler, quien creó una alianza con El Túnel para exponer y promocionar la obra de artistas plásticos nacionales por parte del Estado y que luego quedaban vinculados con la galería. No había ni sigue existiendo una galería nacional, como tiene por ejemplo El Salvador.

Guatemala posee una pésima formación en temas de arte visual a todo nivel, incluso en el universitario. Vender arte a una élite poco ilustrada como la guatemalteca ha requerido paciencia y esta situación sigue vigente. Los esfuerzos de las primeras galerías y las carreras de los artistas de esa época (Grupo Vértebra y otros de la misma o cercana generación) necesitaron una mayor promoción y generar mayores ingresos.

Por otro lado, estaba el Instituto Neurológico de Guatemala (ING) con grandes necesidades financieras. Esto generó la primera subasta Juannio, con ya más de 50 años, y de paso elevar el valor simbólico de un artista y su obra. Ese fue el crisol de la carrera de “nombres importantes” de la plástica nacional, ante la ausencia de espacios para una crítica profesional del arte y un museo que realmente cumpliera su labor, en cimentar y recopilar la historia del arte visual y educar.

Juannio fue el primer ejemplo en que la obra de arte fue utilizada para generar beneficios económicos a un tercero, y de paso figurar como protector del arte, un mecenas, tanto el organizador como el comprador en la subasta. Este mismo modelo de operación ha sido replicado por quien quiere hacer una subasta de arte, pero muestra signos de desgaste.

Muchas instituciones de caridad y ONGs buscan hoy en la pintura, la fotografía y objetos escultóricos, una forma de cubrir sus presupuestos. Las donaciones monetarias son escasas y la competencia en la recaudación de fondos es reñida. A la fecha existen tantas subastas (ahora parece que la fundación de un famoso cantautor también tendrá su subasta de arte), que se hacen competencia entre ellas mismas, en perjuicio de las galerías que han mantenido por años la promoción y difusión del arte visual ante la nula participación del Ministerio de Cultura y Deportes. Mucho tiempo se ha invertido en formar la carrera de un artista.

Los organizadores de las subastas adquieren las obras de arte en consignación de las galerías, que se ven forzadas en brindarlas, ya que muchas veces sus buenos clientes son organizadores o presidentes de entidades benéficas. El precio de una obra de arte en subasta, reparte porcentajes entre los organizadores, el artista y la galería de arte. En algunos casos, los organizadores seleccionan el tipo de obra que pondrán a la venta, según criterios de índices de la demanda o las tendencias de moda, pocas veces por su valor estético.

Otros recopilan las obras a través de “curadores foráneos”, lo que hace que se presente una selección bajo los cánones internacionales de arte actual, pero que no es del gusto de esa clase poco ilustrada que las comprará. También es posible ver obras que pertenecieron a antiguos coleccionistas, por lo que entran nuevamente en el circuito de venta, piezas propias de un mercado secundario del arte.

El afán promocional ha llegado a tal punto que más de una otorga premios. El furor curatorial que vivió la Bienal Paiz pasó a las subastas con el objeto de validar el llamado arte contemporáneo, que no termina de convencer a muchos.

De todo este circo, mantenido por connivencia, las grandes perdedoras son las galerías de arte, que durante mucho tiempo, bajo sus propios criterios, lentamente han logrado formar coleccionistas. Por otro lado, a las galerías de arte se les critica su poco accionar en favor de los artistas, que no logran mercados más allá que el local, de no participar en ferias como lo hacen las galerías europeas o estadounidenses, pero pocos saben los altísimos costos de un espacio en las ferias y que por lo general no compensa con los precios de venta de los artistas locales. Ante las necesidades económicas, o muchas veces por no pagar una comisión de galería, los artistas venden en sus casas. Esto provoca el desmoronamiento del modelo de gestión.

Se está ante un mercado saturado de obras de un amplio espectro de calidad. Lo más lamentable es que las subastas están imponiendo un canon estético facilón, decorativo, consagrado por intereses económicos.

Se oyen rumores de cambio en una subasta donde la excelsitud de la curaduría alejó a los compradores que poco saben de arte. Será interesante observar el rumbo que sigan. Se está a punto de matar a la gallina de los huevos de oro.

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