Estimado escritor:

Aunque debe hacer mil años que me senté en una clase de escritura creativa (historias, cuentos), en Stanford, recuerdo la experiencia con mucha claridad. Mis ojos brillaban y mi cerebro estaba listo y preparado para absorber la fórmula secreta para escribir buenos cuentos, incluso grandes cuentos cortos. Esta ilusión fue anulada rápidamente. La única manera de escribir un buen cuento corto, se nos dijo, es escribir un buen cuento corto. Sólo después de que se escribe, puede ser desarmado para ver cómo se hizo. Se trata de una fórmula muy difícil, nos dijeron, y la prueba está en los pocos grandes cuentos cortos que hay en el mundo.

La regla básica que se nos dio fue simple y desgarradora. Una historia efectiva tenía que transmitir algo del escritor al lector, y el poder de sus promesas era la medida de su excelencia. Fuera de eso, no había reglas. Una historia puede tratar sobre cualquier cosa y puede utilizar todas las técnicas o ninguna en absoluto, siempre y cuando resulte efectiva. Como subtítulo a esta regla, parecía ser necesario para el escritor saber lo que quiere decir, en definitiva, saber de lo que estaba hablando. Como ejercicio íbamos a tratar de reducir la esencia de nuestra historia a una sola frase, porque sólo entonces la conoceríamos lo suficiente como para aumentarla a tres, o seis, o diez mil palabras.

Así fue la fórmula mágica, el ingrediente secreto. Con no más que eso, nos dejaron en el camino desolado y solitario del escritor. Y teníamos que entregar algunas historias abismalmente malas. Si lo que esperaba era ser descubierto como la flor de la excelencia, las calificaciones dadas a mis esfuerzos rápidamente me desilusionaron. Y si me sentía criticado injustamente, el veredicto de los editores, muchos años más tarde, confirmó que la razón estaba del lado de mi profesor, no del mío. Las bajas calificaciones a mis relatos de la universidad tuvieron su eco en los rechazos, en los cientos de cartas de rechazo.

Me pareció injusto. Podía leer una muy buena historia e incluso podía saber cómo fue hecha. ¿Por qué no podía entonces hacerla yo mismo? Bueno, yo no podía, y tal vez es porque no hay dos historias que se atrevan a ser iguales. Durante años he escrito un gran número de historias y todavía no sé cómo lidiar con ellas, salvo escribirlas y correr el riesgo.

Si hay magia en la escritura de historias, y estoy convencido de que la hay, nadie ha sido capaz de reducirla a una receta que pueda ser transmitida de una persona a otra. La fórmula parece residir únicamente en el impulso que incita al escritor a transmitir algo que él siente que es importante para el lector. Si el escritor tiene esa urgencia, puede que, pero no siempre, encuentre la manera de hacerlo. Debes percibir la excelencia que hace una muy buena historia, o los errores que hacen a una historia mala. Para que una historia sea mala, sólo basta que sea ineficaz.

No es tan difícil juzgar una historia después de escrita pero, después de muchos años, iniciar una historia todavía me da un miedo mortal. Incluso me atrevería a decir que el escritor que no tiene miedo es felizmente ignorante de la remota y tentadora majestad del miedo.

Recuerdo un último consejo que me dieron. Fue durante la exuberancia de los ricos y frenéticos años veinte, cuando yo estaba entrando en este mundo, tratando de ser escritor.

Me dijeron, “Te va a costar mucho tiempo, y no tienes dinero. Tal vez sería mejor si fueras a Europa”.

“¿Por qué?”, pregunté.

“Porque en Europa la pobreza es una desgracia, pero en Estados Unidos es una vergüenza. Me pregunto si podrás soportar la vergüenza de ser pobre.”

Al poco tiempo llegó la Gran Depresión. Entonces todo el mundo era pobre y ya no daba vergüenza. Así que nunca sabré si lo hubiese soportado o no. Pero sin duda mi profesor tenía razón en una cosa: costó mucho tiempo, un tiempo muy largo. Y aún cuesta, y no se ha vuelto más fácil.

John Steinbeck, 1963

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