Cuarta parte: Constructor de anécdotas

Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

Para continuar con lo que escribí el pasado 31 de agosto, en este Suplemento Cultural de “La Hora”, sobre Marco Augusto Quiroa, les cuento que, ejemplo de la búsqueda de respuestas humanas a una situación concreta, además de su espíritu jodón, fue lo que le sucedió a “Maco”, en los años 70, con un compañero de trabajo.

En ese entonces, Maco laboraba en la agencia de publicidad Publinta, de la que era dueño el chileno Luis Miranda. Con un compañero de Maco de nombre Francisco, a quien Maco llamaba don Paquito, pasó algo que me resultó simpático. Lo sucedido no lo vi ya que en ese entonces no era amigo de Maco; fue él quien me contó la anécdota. Resulta que en esa agencia era muy común, como todavía lo es en las agencias publicitarias, que algunos empleados se queden a trabajar hasta muy tarde; eso se debe a la presión que los clientes ejercen para que su publicidad salga a tiempo. Maco era el creativo de esa agencia; además, siempre le gustó trabajar de noche. Pues en una de esas oportunidades él y don Francisco, al concluir las labores, se fueron a echar unos tragos. Bebieron hasta muy tarde y al día siguiente pasaron un calvario durante el día a causa de la consecuente resaca. Amanecieron con la peor de las maldiciones, según Maco, para un engomado: sin dinero. Al final de la tarde, don Francisco se acercó a Quiroa y, a manera de confidencia, le dijo:
—Maestro, ajusté para un octavo y un agua. Aunque sea para medio quitarnos la goma.
—Qué bueno; yo amanecí sin un centavo.
Y aguantaron hasta que concluyó la jornada laboral.
Marco Augusto Quiroa dibujado por William Lemus.
Al salir de la agencia partieron presurosos y alegres rumbo al Bar Latino, ubicado en aquel entonces en la 13 calle, entre 5a. y 6a. avenidas, a un costado del parque Concordia, hoy parque Gómez Carrillo de la ciudad de Guatemala. Ya cuando iban a llegar, Maco le dijo a don Francisco:
-Adelántese usté, don Paquito. Sólo voy a hacer un mandadito y llego. No me tardo.
Don Francisco llegó al Bar y pidió un octavo de Venado,1 limón y sal. Y allí, frente al líquido esperó de manera paciente, casi en actitud de oración. Hasta que llegó Maco. Y todavía cuando éste entró le dijo:
-Espéreme un tantito.
Ese tantito fue para hablar con el cantinero. Después de un breve párrafo, Maco regresó con don Francisco.
-Bueno maestro Quiroa, tenga el honor de destapar el octaviano. No pedí vasos porque, para qué; solo un par de rodajas de limón y sal. Beba usted su mitad y me deja la mía.
-¿De veras, don Francisco?
-De veras.
Entonces, Maco tomó el envase; luego de destaparlo y olerlo con ceremonial de cantina, se lo llevó a la boca. Don Francisco observaba cada movimiento como si se tratara de la construcción de un nuevo mundo. La boca se le llenó de saliva y su manzana de Adán parecía un subibaja. Vio que pasaron por la garganta los tres buches que pertenecían a Maco… y luego vio con horror que los suyos también tomaban la ruta esofágica de Maco. Cuando el octavo estuvo completamente vacío, lo puso en la mesa; Maco tomó limón con sal para llevárselo a la boca y chuparlo. En ese preciso momento don Francisco se irguió como si se tratara de un entrenado soldado. La cara se le transformó y sus músculos tomaron nuevas ubicaciones. Firme y con las manos tensas apoyadas en la mesa, se dirigió a Quiroa y le dijo:
-Maestro, nunca creí que fuera tan pura mierda…
Dicho esto, dio la vuelta y se dirigió hacia las puertas de batiente que franqueaban la salida. Maco esperó hasta que don Francisco empujó la puerta para salir. Y cuándo este iba a hacerlo, volteó la mirada hacia Quiroa como queriendo calcinarlo. En ese momento, Maco se levantó y se dirigió a don Francisco:
-Don Paquito, no se enoje, venga. Yo me retrasé un poco porque fui a cobrar unos centavos. Venga a tomarse su trago. Vea, ya se lo están sirviendo. Ahora le va a caer mejor porque se lo va a tomar con más ganas.
Don Francisco observó que el cantinero limpiaba la mesa y les ponía suficiente licor, hielo, boquitas y vasos. Entonces, haciendo gala de su espontaneidad, le dijo a Maco:
-Maestro, ¡nunca pensé que usted fuera tan dea’ huevo!
Marco Augusto me contó que esa situación que vivió con don Francisco fue una lección enorme que le sirvió, como otras, para conocer al ser humano en una situación extrema de tal naturaleza.
El asunto de la construcción de anécdotas y escenarios adecuados para sus textos la tuvo Marco Augusto desde patojo. Al principio las utilizaba para sus poemas amorosos; luego las construía de manera sistemática. Hay una muy simpática que me contó Max Saravia Gual allá por el año 1985 o 1986, no recuerdo bien el año. Lo cierto es que un día lunes, en los años 60 del siglo pasado en la Escuela de Artes Plásticas que, en ese entonces quedaba en la 8ª. avenida entre 12 y 13 calles de la zona 1, a eso del mediodía se juntaron Marco Augusto Quiroa, Roberto Cabrera y Rafael El Chino Pereyra. Los tres habían amanecido con una resaca espantosa y, lo peor, sin dinero. Pero como la necesidad tiene cara de chucho y es madre del ingenio, Marco Augusto sugirió que había que pedirle dinero a don Max que, en ese entonces, era el director de la Escuela; a la vez, sugirió un plan para hacerlo. Pereyra y Cabrera adujeron que qué vergüenza, pero al final aceptaron la estrategia de Quiroa. Delegaron a Cabrera para que, en una carrerita, fuera a la casa de don Max, que vivía cerca, en el barrio Gerona.
Don Max estaba almorzando cuando llegó Cabrera. Al nomás abrir la puerta de su casa, Cabrera le dijo: “Don Max, el Chino Pereyra se está muriendo; está tirado en la escuela, convulsionando y echando espuma por la boca”. De inmediato, don Max salió despetacado junto con Cabrera. Quiroa estaba en la puerta de la Escuela; cuando vio que los dos venían en la esquina le hizo una seña a Pereira. El espectáculo que don Max vio lo impresionó mucho. Al Chino Pereyra lo vio convulsionando como un epiléptico, muy a lo Neymar, sacando espuma por la boca y con los ojos desencajados.
-¿Qué es lo que le pasa a Pereyra? -preguntó con preocupación.
-Está convulsionando; de plano por la gran goma que tiene el pobre -le informaron.
-Entonces, ¿por qué no le han dado un trago?
-Porque no tenemos pisto, don Max.
Don Max, algo como la gran diabla, se rascó la cabeza repetidamente. Luego se metió la mano en la bolsa; sacó dinero y les dijo:
-Tengan, pues, vayan a comprarle rapidito el trago, antes que se muera.
-Di’una vez nos lo vamos a llevar, don Max -dijeron de manera simultánea Marco Augusto y Roberto.
Hicieron el teatro a la perfección. Levantaron al Chino Pereyra simulando dificultad y, enseguida, se lo llevaron en zopilotillo rumbo a la cantina.
Don Max volvió de inmediato a su casa para terminar de almorzar. Cuando Marco Augusto, Roberto y Rafael vieron que don Max había desaparecido de su vista, reventaron de la risa. El Chino escupió el resto de Alka Seltzer que le quedaba en la boca y que lo hacía echar espuma y todos celebraron que don Max les había dado, no solo para un trago sino para una botella con las bocas incluidas.
Así era Quiroa, ingenioso, ocurrente, constructor de anécdotas y jodón irredento.
Pero aparte de las específicas vivencias y los archivos que guardaba de ellas, la otra parte de la tarea era dotarlas de vida literaria. Pero eso es harina de otro costal y hablaremos de ello más adelante, si me siguen dando posada en estas páginas.

1 Venado es una marca de aguardiente popular. Octavo se le llama, de manera genérica al envase que contiene, precisamente, un octavo de litro.

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