Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

Cuando Papaíto cumplió ochenta años de edad, en consejo de familia decidimos que ya no era conveniente que manejara el carro. Es que desde hacía algún tiempo se le habían comenzado a olvidar las cosas. Dejaba perdidas sus llaves, sus cigarros, su gorra para el frío y en fin, pasábamos días enteros buscando los objetos que él perdía. Y lo peor era que no solo se le olvidaba dónde los había dejado, sino que comenzaba a echarnos la culpa por nuestra falta de cuidado.

Consideramos que sería un acto de verdadera irresponsabilidad permitirle que manejara el vehículo, dadas las actuales circunstancias de su salud y a que el tráfico cada vez se pone más ingobernable. Afortunadamente ya no tenía nada que ir a hacer a la calle, por lo que cuando comenzaba con que le gustaría ir a alguna parte a comprar alguna cosa, inmediatamente le decíamos que no tuviera pena, que nosotros se la conseguiríamos. De esa cuenta manteníamos una provisión suficiente de cigarros, de fósforos, de gorras para el frío y de periódicos. Todos los días se recibían en nuestra casa las ediciones de todos los periódicos para que él se mantuviera entretenido haciendo los crucigramas y leyendo su horóscopo.

Y todo estaba muy bonito, hasta que un día, precisamente leyendo el horóscopo, vio que le recomendaban salir a dar un paseo, ya que no era bueno que se mantuviera encerrado.

-¿Ya vieron lo que dice mi horóscopo? -nos dijo.

-Sí -le respondió la Nena-, pero en el otro diario también dice que el día es propicio para que coma bastantes frutas, así que lo más sensato es que se siente y se coma sus frutas; mire, aquí le tenemos una naranja, dos manzanas, tres bananos, una piña y dos papayas. Ahorita mismo le preparo un buen coctel para que se lo coma tranquilito.

-Ah, bueno –dijo, no muy convencido, y se sentó a esperar que la Nena le preparara su coctel.

Luego de que se lo hubo comido se me quedó mirando y me dijo, ve mijo, haceme el favor de traerme el otro periódico, ¿querés?

Yo miré a la Nena, quien desde la puerta me dijo que no, haciéndome señales enérgicas con los dedos y con la boca. Como soy lento de pensamientos me quedé un momento sin saber qué hacer. Es que tenemos instrucciones precisas de que no hay que contradecirlo en nada.

-¿No oís o te volviste sordo? ¡Que me traigás el periódico, te dije!

Yo me levanté y me fui a llevarle el periódico, pero la Nena, con cara de resignación ya lo traía. Me lo entregó y yo se lo di a él.

-Este ya lo leí, yo quiero el otro. ¡Apúrate pues, no seas dejado!

De nuevo salí, pero la Nena me estaba esperando y me dijo que no era conveniente dárselo porque iba a ver lo que decía el horóscopo y se iba a poner necio con eso de querer salir a dar su paseo.

-¿Entonces qué hacemos? -le pregunté.

Me dijo que me esperara porque estaba pensando. Y ahí hubiera seguido pensando si no es porque Papaíto comenzó a pedir a gritos su periódico. No hubo para dónde. Tuvimos que dárselo.

-Muy bien –dijo él, mostrando una sonrisa llena de satisfacción-, éste era el que yo quería, aquí en donde dice que me recomiendan que salga a dar un paseo.

-¿Sabe qué es lo que pasa, Papaíto? Que la calle está muy peligrosa, hay asaltantes por todos lados y la gente está muy irrespetuosa y abusiva…

-Pues nada –dijo-, me preparan el carro que voy a salir a dar mi paseo.

En vista de que no estaban ni tío Marianito ni tío Adolfo, y de que teníamos la consigna de complacerlo en lo que quisiera, no tuvimos más que obedecer sus deseos. Papaíto se arregló para salir, se subió al carro y cuando comenzó a sacarlo del garaje le pasó raspando todo el lado derecho, le arrancó las dos manijas y el espejo retrovisor, además de haber echado a perder el portón. Luego, ya en la calle por poco mata al repartidor de pan, fue a darle un golpe a otro carro que estaba estacionado y se fue dando brincos hasta que cruzó la esquina. Y nosotros nos quedamos mirándonos las caras.

-¿Ya ahora qué hacemos? -me preguntó la Nena.

Yo le respondí que lo único que podíamos hacer era esperar. Y no tuvimos que esperar mucho porque sólo dio la vuelta a la manzana y ahí venía de regreso, pero atrás de él venía un señor con su carro lleno de abolladuras, persiguiéndolo e insultándolo como si se tratara de un vil delincuente. Nuestro carro venía con un farol quebrado y tenía rayones por todas partes. En cuanto Papaíto se apeó nos dijo que viéramos qué era lo que quería el señor, y tranquilamente se metió a la casa. Claro, nosotros le explicamos al señor la situación y le dijimos que le pagaríamos todos sus daños. Luego de la negociación se fue, no sin antes insultarnos groseramente y de tratarnos de irresponsables por dejar salir a la calle a un anciano inepto y senil.

-Estoy contento –nos dijo Papaíto en cuanto nos vio regresar- porque fui a dar el paseo que me recomendó el horóscopo.

Artículo anteriorUna carta de Steinbeck a su hijo enamorado
Artículo siguienteCiento veinte alas abiertas