Karla Olascoaga
Escritora
Desde aquí veo las cabañitas rústicas de mi comarca. Aquí nos reunimos todos a juntar piedras y a hacer trabajo comunitario y de paso, a sacar músculo y fuerza porque en el bosque cualquier peligro puede acecharte. Uno nunca sabe. Hoy estoy emocionado y aunque soy un enano del bosque, sigo esforzándome por levantar las piedras más grandes y pesadas para el muro que construiremos pronto. Hoy todos me miran sorprendidos y yo, emocionado por la admiración de los demás, pongo más empeño. Mi piel suda, se eriza y yo, lucho por lograrlo.
Esta cueva es oscura y fea -pienso- mientras continúo con mi rutina de pesas-piedras:
-Uno uno, uno dos, uno tres, uno cuatro, uno cinco, uno seis… y la cuenta parece infinita.
Cuando acaba mi faena y al fin concluyo cansado el conteo, busco mi trapo viejo y gastado y me seco el sudor de la frente, las axilas y el cuello. Antes de salir, me abrigo y tomo ánimo pensando en el reconfortante baño que me espera al llegar a casa. Pero en el preciso instante que llego a la intemperie mi sudor se hiela con el aire frío del bosque. Siento la boca seca, un escalofrío intenso recorre mi espalda y me sacude desde adentro. Tengo miedo.
Aun un poco perdido, intento sobreponerme. Respiro agitadamente y sin control. De pronto una voluta enorme de humo me empaña la vida. Me detengo, pero una voz interior me dice que continúe y torpemente camino sin cuidado. No me ubico, algo ha cambiado en este lugar, ¿dónde estoy? Busco angustiado la senda hacia mi cabaña y no la hallo. El desgaste físico me derrota momentáneamente y siento nuevamente el sudor frío, helado, un sudor de vida que se extingue, un sudor de muerte. Y de pronto ya no veo, no escucho los ruidos exteriores ni siento la mirada de la gente de la comarca que indaga interrogante. No veo: una enorme nube blanca se posa en mi ojo derecho. Siento sueño, tengo miedo, quisiera gritar… y solo caigo. Me abandono sin remedio.
Perdido en la oscuridad oigo una voz que me grita ¡Despierta!, ¡despierta!, ¡despiertaaaaa! Despierta porque si no despiertas, no vas a llegar, no vas a estar y tu… ¡No estás muerto! Ignoro cuánto tiempo después abro los ojos pesados como anclas y la luz me espanta. Sigo en la misma senda, medio ciego, con la misma ropa húmeda, el mismo bolso desgastado, la misma tristeza y una nueva miseria agazapada. No estoy muerto, veo poco, pero puedo continuar. Camino casi a tientas y me dirijo a casa apretando el bolso contra mi pecho porque sólo yo sé lo que llevo oculto.
Soy un pequeño enano malgeniado, un tanto avaro y desconfiado, un tanto tierno e irascible y ahora, un tanto ciego y temeroso. Un enano que piensa en ti a cada momento:
– “He logrado juntar mil pedacitos de oro para dártelos. Para que sepas que te amo y te valoro. Tengo cadenitas, regalos de mi abuela, aretes de cordón, filigranas, laminados, bolitas, anillos exclusivos, prendas únicas, todo para ti”.
Y desvariando y tambaleante, agarro con fuerza el bolso con mis tesoros. Camino apresurado y perdido sin percatarme que Thorin, mi vecino el envidioso pasa a mi lado gruñendo. Thorin no me quiere, nunca le he caído bien, pero eso no me importa. Me mira por sobre el hombro e inclemente, me empuja con toda su fuerza. Hago equilibrio: no era el golpe que esperaba o talvez los golpes nunca se esperan. Caigo de espaldas y mi bolso se abre y todo cae en medio del camino empedrado. Quiero llorar de impotencia. Alzo los brazos al cielo pidiendo un perdón que nunca llega. Como veo poco, lo pierdo todo entre las hendiduras de las piedras y la vegetación.
-Mi amada Helge: ya no podré demostrarte que te quiero porque no tendré qué regalarte. Ya no me querrás como antes cuando compartíamos tesoros- pienso angustiado mientras un suspiro desconsolado sale de mi interior inesperadamente.
Me siento en medio del camino y lloro. Intento recoger mis cadenitas, mis pedacitos, mis láminas y mis bolitas de oro con prolijidad y tristeza, pero es poco lo que queda.
Aradun, mi amigo el dueño de los sortilegios, se para frente a mí y me hace sombra. Extiende su amplia mano y recibe mis puchitos con paciencia.
-¿Es todo?- me dice con sincero aprecio y sus ojillos brillan de cariño hacia mí.
-Sí, es todo -le digo derrotado.
Sonriente los recibe. Triste bajo la mirada y me avergüenzo. Me acomodo humillado a un lado de la calle y apoyo la mano para tomar impulso, levantarme y seguir mi atribulado camino. Ansío abandonar la pesadilla. Me incorporo con un pinchazo agudo en la palma y con un cristal rosa, ahora clavado en mi mano.
Aradun se acerca silencioso a mi oído y me pregunta:
-¿Vas a apostarlo?.
No entiendo y pienso ¿Cómo apostar al sortilegio lo que no es mío?
Un brillo sale de los ojos de Aradun y me hace un guiño casi luminoso.
-¿Vas a apostarlo? -me repite.
Siento una especie de canto de sirenas: otra vez me invade el sortilegio que amenaza en donde el tiempo ya no es tiempo. Tengo miedo. No alcanzo a entender el porqué de mi alegría.
-Si- le digo- Voy a apostarlo.
-Gema -me contesta Aradun con un renovado brillo azul en su mirada.
-Gema se llama, no lo olvides- y me abraza emocionado.
II
Abro los ojos ante la luz intensa que entra por la ventana. Sus palabras vuelven a mí en una letanía interminable. Recuerdo la mala noche repitiendo sin cesar el mantra de mi origen desconocido. Me recuerdo a mí mismo repitiendo esa oración aprendida desde la infancia. Quiero apartar el insomnio y los miles de fantasmas que me acechan hace días.
Son las cuatro de la mañana y mi cuerpo está atento a cada ruido, a cada pensamiento desbordado, a cada dolor sin tiempo. Respiro profundo y tomo el aire necesario para levantarme sin hacer mucho ruido porque mi amada duerme plácida a mi lado y no quiero despertarla.
Salgo al pasillo, pero aún no ha amanecido. La casa está oscura, el patio me espera con esa quietud de amanecer que es hermosa. La música interna me invade mientras empujo la puerta y salgo. Es la luna, mi compañera de los últimos años que está impaciente y me mira atenta, interrogante. Cientos de estrellas tintinea, pero ya no puedo verlas a todas. Rompo a llorar y mis sollozos son gritos desgarradores que no pueden detenerse. He visto mucho durante esta vida, he presenciado cosas hermosas y alucinantes. He sido feliz. He sido amado. Los recuerdos del sueño interrumpen mi silencio. Los reflejos amorosos de la gema rosada están en mi memoria insondable, terca, masoquista. Si se puede bailar llorando, pienso mientras la melodía electrónica de mi cerebro irrumpe en mis neuronas y le bailo a la vida, a la luna y agradezco mi existencia. Soy parte de una especie de ofrenda mágica, de un aquelarre inesperado que calma mi espíritu triste. Amanece.
Las nubes juegan traviesas en ese cielo matutino de colores. Siento que he danzado muchas vidas y muchas danzas similares. He inventado sortilegios. He ordenado ceremonias. Yo no soy solo yo. Soy muchas otras y otros que han quedado en el camino.
Las nubes se tornan pixeleadas. Mi corazón late apresurado y suena fuerte en este pecho que ahora sufre. He visto tanta belleza en este mundo que no importa si hoy veo poco o veo menos. He leído tanto, tantos dogmas e historias, que seguro algún día alcanzaré la calma. He sido castigado y bendecido en otras vidas, he sido señalado e ignorado, perseguido y abandonado, amado y odiado, venerado y despreciado. He sido mujer y he sido hombre.
¿Qué es una gema? me pregunto volviendo al sueño que irrumpe cada tanto. Ese debe ser el presagio del sueño de una noche desvelada, me respondo. La gema es la joya maravillosa que acompaña a esta esencia. El tesoro más preciado: la vida, concluyo para mí mismo sin darme cuenta de que oigo mi propia voz en el silencio. Y agradezco desde lo más sagrado de mí esta existencia. Los sollozos han cesado. Estoy en paz conmigo mismo. No es la peor de las fatalidades. Será parte de mi vida hasta el final. Deberé aceptarlo.
Hace poco percibo una especie de mensajes y la cadena de sucesos a mi alrededor es más clara. Mi interior se calma. Cesa la demencia, esa disfunción que me hace humano. Continuaré con mi trayecto, atravesaré caminos insondables, dejando mi lastre abandonado, volaré por amplios e infinitos cielos, trasnocharé en la distancia y sonreiré ante muchas otras lunas. Mi vida ha sido consumada. Es la gema que me fue entregada como el mejor de los dones. Ya no importa cuántas veces la inmolé ingenuamente, ni cuántas otras me perdí en el miedo, tampoco importa cuánto he naufragado en la culpa. Respiro. Bebo mis lágrimas de ahora y las de antes. Esas lágrimas que me han acompañado desde siempre. Invoco a mis muertos. Respiro. La vida es hermosa, aunque a veces sea adversa. Y expulso en un suspiro al fantasma que me aterra. Ya es hora. Es tiempo.
Respiro y mi gema desde el centro me vislumbra. Gema se llama -me dijo el dueño de los sortilegios en una especie de suspiro que el viento desvaneció: La energía no se destruye, solo se transforma. Gema.