David Pinto Díaz
Académico y ensayista
Ya lo había visto porque ocurrió hace varios meses, durante la Semana Santa de 2016. Al caminar por la calle que da al parquecito resultaba inevitable toparme con aquella falta. Eso no fue cosa de la tele ni de la radio ni de los tabloides. Iba yo caminando cuando repentinamente descubrí que ya no había nada. En ese instante recordé sus palabras sentenciosas de que si él hubiera sido fabricante de sombreros los guatemaltecos nacían sin cabeza.
Sabía sopesar bien su mala fortuna, pero sin llegar a soñar lo que vendría después de muerto. Aunque me dolió, y mucho, no me quedé pasmado porque uno de mis cinco principios entresacados de la funesta filosofía nacional es que aquí se ven muertos acarreando basura, y ese conocimiento seguramente estaba en el humor del poeta por tanta basura desde entonces.
Desde la primera mitad del siglo XIX, el basural ya había formado completamente el genio de la nación. Hoy me animé a enfrentar la nada del clásico poeta. Lo hice al filo del mediodía. Entré al parquecito en pleno Centro Histórico de la ciudad, a la cual yo prefiero nombrar oficialmente como simple asentamiento criminal, dada su crónica matanza humana del día a día.
Siempre me ha gustado ese parquecito del tamaño de un quinto de manzana quizá por su extraña vegetación, quizá por el fondo de casonas centenarias bien conservadas, quizá por el primer poeta que le quitó sus mil caretas a la corrupción nacional, quizá por la sensación de humedad en es lugarcito. A saber por qué será, pero ese pedacito de parque me seguirá gustando. Frente al pedestal, me senté frente a un sillón de cemento, desagradable e incómodo. Un asiento a todas luces mal hecho.
Me agradó la maleza lujuriosa, un redondel de monte descuidado y salvaje en torno al pedestal ya sin la cabeza del poeta. Como era de cobre, la cabeza del poeta fue arrancada de noche –tuvo que ser de noche– y al día siguiente vendida por unos cuantos quetzales, nuestra grasienta moneda nacional.
Mi quinto principio guatemalteco es que de noche siempre se ven bultos pardos, pero claramente al día siguiente tales arrancacabezas vendieron el bronce para reciclar la cara cobriza del poeta, renovarla en llaves apropiadas a cacos nocturnos o en platillos pro bandas musicales de guerra en colegios cívicos.
Apenas estuve un rato en el parque del poeta. Vi el monte, el pedestal pesado, mal encuadrado. Pedestal disforme luciendo panza arriba, como señal inmortal de los arrancacabezas, el resto oxidado de una varilla ferrosa que por un tiempo sostuvo la testa de nuestro primer poeta, culminando así su destino post mortem con el robo y reciclaje del rostro. Esto se explica en el tercer principio filosófico: la historia de Guatemala es una historia de gran robo originario.
Me levanté del asiento de hormigón y continué mi rumbo hacia la librería Casa del Libro, de Cristóbal. Viendo a la bocacalle estaba el Conservatorio Nacional de Música. Tres cuadras adelante, unos pocos minutos y ya estaba metido en la librería. Nos pusimos a platicar con Cristóbal, a repetir las pláticas.
Yo no le dije nada de los dos asuntos dentro de mi cráneo, la placa en el pedestal, como una placa dental sin dueño, con el nombre José Batres Montúfar y mi gana por visitar de vez en cuando el pedestal del poeta sin cabeza que desnudó las falsas apariencias del guatemalteco y que puso en verso el carácter perverso de esta nación.